DISCURSO EN HONOR DE SAN JUAN DE LA CRUZ

                       PARA CELEBRAR EL IV CENTENARIO DE SU NACIMIENTO

                                          Pronunciado por el autor en la sede de los Cursos de

                                       Cultura Católica, de Buenos Aires, el día 9 de setiembre de 1942.

I

Señores:

LOS CURSOS    de Cultura Católica me han invitado a dirigiros la palabra con motivo del IV Centenario del nacimiento de San Juan de la Cruz. Vosotros sabéis Señores, que la Iglesia, nuestra Madre, celebra cada año, el día 24 de noviembre, no el nacimiento, precisamente, sino el tránsito, es decir, el nacimiento en la patria, de este su hijo sublime y Doctor nuestro. Celebrar un centenario, pues, y centenario del nacimiento carnal y temporal de un santo, puede tener, como veis, un carácter que quizá convenga examinar. La solemnidad (vuelta del sol que viene por el cielo, cada año, para iluminar al santo) es un acontecimiento que pasa en el seno de la Iglesia, en el silencio de su contemplación, en el esplendor de su liturgia, en el misterio, cerrado y circular, de su coro. Está en el tiempo pero no pertenece al tiempo; viene al completarse una medida del tiempo pero el Coro lo sustrae al siglo. Un centenario, en cambio, es algo histórico, exterior. Una memoria extra chorum,  confiada no a la contemplación de la Esposa sino a la inteligencia, a la cultura o a la piedad civil de los hombres. Que una institución del Río de la Plata celebre al gran místico de España, yo creo que es elogioso para la institución misma. Es una manera de confesar la tradición de sangre que nos une a España. Es también, en cierto modo, una manera piadosa de inclinar sobre curso que no vuelve de la Historia, alguno de los muchos sentidos que pueda tener aquella palabra del Salmo, cuando dice: Et usque ad flumen, propagines  ejus. Sí, hasta el río (un río de barro, pero río ancho como mar) llegaron sus mugrones. Y nosotros, aun cuando sabemos que si somos algo lo somos solamente porque somos SARMIENTOS DE LA VID,  con memoria de hombres y gratitud humana recordamos haber sido ingeridos en ella llevados de aquel sarmiento, recio y duro, de la antigua fe de nuestros padres. San Juan de la Cruz, pues, puede y debe ser celebrado por nosotros en su CENTENARIO.

Ahora, si de esta consideración histórica pasamos al carácter mismo de nuestro acto, es decir, a nuestra actitud  ante aquél a quien celebramos, a nuestra inteligencia de lo que él es, nos encontramos con algo bastante embarazoso y que es típico de todos los centenarios. Quiero decir que la grandeza del celebrado pone en evidencia nuestra pequeñez, y la pureza, la fuerza de aquél a quien los siglos entregan porque no han podido disipar ni oscurecer, muestra comúnmente la mediocridad o el desacierto de quienes se reúnen para celebrarlo, Y aquí aquello de Rubén Darío, cuando, levantando el poeta la cabeza de entre la balumba de discursos, estudios, ensayos y disparates que produjo en su tiempo el centenario del QUIJOTE, dirige al Caballero, aquella palabra tan liberadora, diciéndole : Y teniendo a Orfeo, tienes a orfeón!  Tuvo a Orfeo, Don Quijote; tuvo a Orfeo aquel señor de algo invisible, pero le faltó en sus andanzas (sobre tantos golpes y tan noblemente llevados) lo que solamente le podía traer un centenario: los homenajes burdos, los actos literarios sin sentido, los estudios eruditos sin inteligencia, la velada, en fin, la “Gran velada literario-musical y baile” con que el Orfeón, etc. ¡Y teniendo a Orfeo tienes a orfeón!

Señores, ¿qué voy a decir yo sobre San Juan de la Cruz? ¿y qué vamos a hacer nosotros, todos nosotros, aquí, en Buenos Aires, en este IV Centenario de su nacimiento? Al hombre del silencio y de la “música callada” ¿vamos a decirle con la pesadez de mi palabra y la impertinencia más o menos distraída de este acto: ¡Y teniendo la música, tienes también la murga! Si estos Cursos de Cultura no lo fueran de cultura CATÓLICA, es decir, dependientes, gloriosa, luminosamente dependientes de algo que no es cultura, de algo que no se cursa, de algo que no cabe, ni se da, en cursos, yo creo que no tendríamos como escapar esta tarde de los peligros de que hablo. Felizmente nosotros no somos hijos de la Universidad, ni de la Hispanidad, y, antes que disciplinas racionales y antes que una lengua o un carácter más o menos heredados, tenemos lengua o un carácter más o menos heredados,  tenemos un ser en Dios y somos  HIJOS DE LA IGLESIA. Y así, a la Iglesia debemos el poder reunirnos aquí para decir alguna palabra.

*

Señores, todos vosotros sabéis quién es San Juan de la Cruz. Conocéis la historia de su vida y habéis leído sus escritos. Sería una ofensa para esta casa de estudios si yo tomara oportunidad de este acto para ilustraros. No puedo, pues, traer aquí el relato  de su vida y por otra parte os declaro sin ambages que no me siento con fuerzas para hablar de su personalidad. El religioso, el poeta, el místico, el escritor, el doctor, el reformador, todo eso en él llega  a tanto, que, para tratar con alguna detención tales asuntos son menester disciplinas que yo no poseo. Los problemas (doctrinales, históricos o literarios) que plantean los hechos de su vida y sus escritos, apenas, si comienza  a ser estudiados en Europa. Pero, dejando  esos problemas, y yendo a los MISTERIOS, es decir, a la cosa misma, a la comunicación que hay en ellos, tratar del místico, por ejemplo, en mí sería de un insufrible atrevimiento; y, del poeta, sin ser, como él, poeta, una torpeza; y de religioso… ¿cuándo no se ha llegado siquiera ni a las raíces de aquel Monte? Del escritor creo que solamente puede hablar el Sacerdote. Y del reformador, la Iglesia. Y os digo todo esto así, de entrada, porque yo entiendo que San Juan de la Cruz no es como dicen algunos diccionarios en la C: C, cr, Cruz, San Juan de la: 1542-1591. Clásico español del siglo de oro que cultivó el género místico. No, ni es un clásico (aunque lo sea), ni sus escritos pueden ser leídos sin algún don de Dios. Para mí, para vosotros, San Juan de la Cruz es un gran santo cuya boca fue abierta por la sabiduría de Dios IN MEDIO ECCLESIALE según cantamos todos en el Introito de su misa. Escribió movido del Espíritu Santo para aquellos a quienes prepara ese mismo Espíritu, y así, sus escritos pertenecen a la Iglesia. Ya la Iglesia enseñante que lo ha reconocido su Doctor, ya,  en la iglesia enseñada (o en la Iglesia toda) a aquellas almas para quienes por estar ellas mismas en el mismo grado de altísima perfección a que él llegó, tales escritos son como una luz sencilla acerca de misterios comunes, es decir, una conversación inter pares, una comunicación de igual a igual entre dos almas, sobre un mismo don recibido y una misma experiencia de Dios QUE YA ESTÁ EN ELLAS.

Y no quiero decir con esto, que, todos, y aún yo mismo, no podamos leer humildemente sus obras. Pero este leer es un acto privado. Este leer es un OÍR, un prestar a ellas el deseo, y el oído, y el corazón, y el provecho de silencio que yo pueda sacar de tal lectura no me autoriza a confidencias y menos a erigirme en doctor. ¿Qué voy a decir, pues, yo, esta tarde sobre San Juan de la Cruz? Porque ya veis que os vengo diciendo sin rodeos todo lo que yo no puedo decir, todo aquello de lo cual yo no puedo discretamente hablar: ni de la historia de su vida porque ya la sabéis vosotros; ni de la grandeza del hombre porque me excede; ni del contenido de doctrina de sus obras, porque no corresponde a mi carácter. ¿Cuál será pues el tema de mi discurso y cómo vamos a honrarlo? ¿No podremos decir algo de él que sea verdad, pero una verdad DE LAS QUE NOSOTROS  PODEMOS LLEVAR, que a él lo ilumine claramente y en nuestra boca no sea odiosa ? ¿Qué hay de común entre nosotros y él? La Iglesia me enseña que estamos con él en una fe, un bautismo, una vida. Hablar, pues, de su vida, buscar su vida puede ser el tema de mi discurso esta tarde, y a ello parece que nos invita también este centenario de su nacimiento. Hablaré, pues, de su nacimiento, y, al celebrar ese nacimiento buscaremos como en su origen, no la historia, pero sí la naturaleza o el misterio de su vida.

I I

Unos dicen que a fines de 1542 y en Medina del Campo; otros, que el día 24 de Junio de aquel año, pero en Hontiveros. Como quiera, de este santo por lo menos sabemos que nació, y que fue en 1542. Era el tercer hijo de Gonzalo de Yepes. Sus padres, castellanos viejos que cultivaban, ellos sí, el género místico, nada encontraron más urgente que llevar a su hijo a cristianar. Si nació el 24 de Junio como parece lo más cierto, por respeto al nombre QUE TRAJO seguramente, le pusieron: JUAN.

Juan es un nombre de gozo. Y ¿qué gozo no tiene siempre el nacimiento de un niño? Gozo grande, espontáneo, humano; lleno de calor, y de halagos y ternura. Gozo, que, en España, pide albricias. Pero mayor que este gozo es el asombro que produce su bautismo. Porque el nacimiento, que no es poco, es esto solamente, esta bendición del Padre: ¡Un niño nos ha nacido!  Mientras que en el bautismo está aquél misterio inescrutable: el misterio del Hijo que se da a nosotros. Y ved ahí, que, una vez más, con este Juan, se renueva el inacabable, el siempre repetido diálogo  IN LIMINE entre la Iglesia y los hijos de Adán. El Sacerdote que, en cada bautismo pregunta a cada uno y a cada uno por su nombre: – Juan (Pedro, Dimas, tú, tú que estás aquí) ¿qué pides tú a la Iglesia de Dios?. . . Y el recién nacido que en el consentimiento de sus padres y por boca de sus padrinos, responde: – LA FE. Y la fe ¿qué te da? -La vida eterna.

En el umbral, pues, o mejor, fuera del umbral, porque en el umbral sólo está el Sacerdote que interroga, no pedimos otra cosa sino la fe. Pero a quien pide la fe la Iglesia le da todo lo que la fe lleva consigo o, si queréis, todo lo que  consigo nos ha de llevar a la fe. El soplo de vida sobre la cara, y la señal de la cruz, así en la frente como en el corazón, y la derecha extendida, que protege y asombra, y, la sal, que da a la criatura el gusto recto. Y después de esta interrogación de la puerta vienen los exorcismos y el proceso de la entrada, aquel “ingrédere in templum Dei” que nos da lugar y parte en la Iglesia, y luego nuevos exorcismos y ceremonias. Estas cosas que se hacen para hacer un cristiano denuncian realidades insospechadas. Nos regocija un nacimiento, ¡nos ha nacido un niño! ¿Qué alegría tan fácil, tan humana? Y ved lo que había en ese niño: el pecado, el pecado antes de que pudiera él pecar, y un poder real y efectivo del demonio sobre su alma. Parece un simple diálogo el bautismo, algo así como el concierto de dos voluntades. Pero ese diálogo no adelanta si no es por exorcismos y bendiciones, y el hombre no puede decir ni sí, ni no, ni renuncio, ni creo, ni quiero, sin estos actos de imperio que el sacerdote ejerce sobre el espíritu inmundo y sin esos otros actos con que bendice, es decir, sin palabras eficaces que son como simientes de la vida en el alma.

El bautismo es el sacramento de la fe. Por él se descubre qué vejez de vida hay en un recién nacido y a qué novedad somos introducidos por Cristo. Pues luego de esta interrogación de la puerta viene el proceso de la entrada y veis ahí que el sacerdote que ha salido a recibirnos revestido de negro y blanco, es decir, de la muerte y resurrección de Cristo; y que en todo cuanto pregunta, y manda, y bendice, y ora, obra con aquella autoridad victoriosa de la Pasión del Señor que designa su estola morada, después de un exorcismo en el cual llama al demonio  inmundo y maldito pone sobre la cabeza de la criatura el extremo que cae de su hombro izquierdo de la estola, y, diciéndole: Ingrédere in templum Dei, le hace entrar en esa forma y se dirige al Bautisterio, recitando en alta voz, acompañado de los asistentes, el  CREDO y el PADRE NUESTRO. De manera que nuestro salir de este mundo profano y nuestra entrada a lo santo y sagrado no es sino debajo de la Pasión de Cristo ( que designa la estola morada), y por un acto de pura caridad de Dios, que, de su lado izquierdo, de su corazón, nos viene. Y todo ello para que nuestra entrada sea confesión de la fe según el CREDO, y conciencia de la adopción de hijos conforme al PADRE NUESTRO.

Luego unas ceremonias tienen lugar ante las puertas del bautisterio. Comienzan, como todas, por exorcismos, mas, ved ahí que el sacerdote de espaldas a la Pila, después de imponer una segunda vez la derecha sobre la criatura, toca ahora con su saliva los oídos y las narices del bautizado. Le abre los oídos en el  EPHPHETHA, y al tocarle la nariz, le da capacidad de percibir a Cristo, el Ungido, cuyo nombre es ungüento derramado. Se nos da aquí, pues, oídos para la fe, y gracia para percibir al Señor. Pero quien puede ya oír y correr así tras un perfume, si oye y ve, ha de romper el lazo del demonio y el engaño de las cosas visibles. De ahí la triple renuncia, clara, explícita, al demonio, y al pecado, y al mundo, a la cual sigue la unción con óleo en el pecho y entre las espaldas. Porque PECHO necesitamos ciertamente y ESPALDAS, si hemos de obedecer a la palabra que entra por el oído y ser dignos de la unción que nos fortalece.

Pero ved ahora que el sacerdote depone la estola morada y toma una blanca, y pasa al bautisterio. Han terminado los exorcismos. No tenemos ya qué hacer con el demonio. Hemos pasado de la interrogación de las puertas de la Iglesia, y del proceso de  la entrada, y de las ceremonias ante el cancel del Bautisterio. El sacerdote, junto a la pila bautismal nos pide la confesión de la fe, y el padrino responde por el niño, por tres veces: CREO. Tres CREO corresponden a los tres RENUNCIO. Tres CREO transfieren a la criatura del poder del demonio, y de la inmundicia del pecado, y de las mentiras y estupideces del mundo, a la admirable luz de Dios. Y en esa luz (que es vida), el sacerdote hace la última pregunta: -¿Quieres ser bautizado? –QUIERO.

He pedido la fe a la Iglesia de Dios, he pedido la fe y por ella, desmenuzado el demonio, RENUNCIO, CREO, QUIERO. El sacerdote vierte ahora el agua de la regeneración sobre la cabeza de la criatura. Este misterio es tan alto que solamente la crismación , que lo sigue, lo declara con esas extraordinarias palabras que son, para la fe, como si se abrieran los cielos. Pues el sacerdote, mientras pone el santo crisma sobre el vértice de la cabeza del bautizado, va diciéndole: – Dios Omnipotente, el Padre de Nuestro Señor Jesu-Cristo, el que ha dado el perdón de todos tus pecados, él mismo, en Cristo Nuestro Señor, te unja, para la vida eterna.

El bautizado es otro Cristo. Al nuevo nacimiento le corresponde la unción. Y un nuevo vestido, la túnica blanca. Y una nueva luz, la lámpara encendida.

III

Señores:

Si yo estuviera hablando para agradar a un público debiera detenerme aquí, y excusarme. Es evidente que he salido de mi tema. Os estoy presentando los actos del bautismo. ¿Qué tiene que ver todo eso con San Juan de la Cruz? Cualquiera sabe que San Juan de la Cruz es un místico. Tenéis razón. Pero antes que místico San Juan de la Cruz es SANTO y es JUAN, y mi discurso celebra su nacimiento. Recordad el bautismo es una exigencia del centenario que celebramos. Porque celebrar el nacimiento temporal de un santo es sencillamente celebrar su BAUTISMO, o no es nada. Por otra parte, el bautismo es aquella verdad común al santo y a nosotros que, a él (por maravillosamente elevado que esté) lo ilumina, y, a nosotros, no nos es extraña. Porque nosotros, acaso no lleguemos nunca a saber, sino de oídas, lo que es un místico. Pero sabemos lo que es el bautismo. Y en cualquier caso, ni nosotros, ni nadie, sin realizar muy detenidamente lo que es este misterio del bautismo podremos saber, jamás, lo que es un místico.

Hay verdades que se dan por supuestas  y nadie las niega, pero conviene recordarlas. Y muchas veces tiene gran utilidad y en cierto modo también hasta no poca impertinencia el recordarlas, porque, si nadie las niega, nadie tampoco las piensa. Místico, dicen, es el espiritual perfecto, el hombre que sabe por experiencia las cosas que son de Dios. Pero las cosas de Dios nadie las sabe sino el Espíritu de Dios, y, ni el místico las sabría si no hubiera recibido ese Espíritu al nacer de nuevo de Dios, en el bautismo.

Recordar al mundo que el nacimiento de San Juan de la Cruz es el bautismo de San Juan de la Cruz, pienso que puede ser lo que mejor responde a la institución de estos Cursos de Cultura Católica en las celebraciones-tan diversas- de este centenario. Y advertir que un santo es pura y simplemente un hombre que guardó su bautismo y que un místico es un santo en quien se manifiestan efectos de ese mismo bautismo, es ponernos algo así como en el a, b, c, de la inteligencia para poder ver lo que fue la vida de San Juan de la Cruz. Pero es doctrina común que “cualquiera que sea el grado de santidad a que pueda llegar un alma y cualquiera  que sea el esplendor de los carismas con que Dios pueda luego adornarla, esas gracias no hacen sino desarrollar y confirmar en ella la santidad primordial contenida y conferida en su bautismo”(Card. Schuster).

El bautismo- y sólo él- nos permite considerar a San Juan de la Cruz NACIDO, es decir, SANTO Y JUAN. Y así os lo muestro aquí, al salir de las fuentes, SANTO, limpio de todo pecado y redimido a la vez del poder del demonio y de la vida profana y las pasiones de este siglo. Engendrado de nuevo lo recibe el Padre en el Hijo. Su nombre está escrito en los cielos. Es ya más conciudadano de los ángeles que de los hombres. Es santo, pues, y sagrado, más que un altar, un cáliz o una iglesia. Pero santo y sagrado por sólo su bautismo, es decir, sin méritos antecedentes de su parte, sin obras buenas que haya hecho, sin esfuerzos (es un recién nacido) y sin virtudes morales. Santo puramente por la gracia de Dios, esto es, santo conforme a su NOMBRE.

Pues se llama JUAN. Juan es el nombre que trajo. Sus padres lo llamaron Juan. En el bautismo el Señor mismo (el que bautiza) lo ha llamado Juan. No puede darse un nombre más bautismal que éste; ninguno designa mejor la vida nueva. Pues Juan quiere decir: Yah  hizo gracia o aquél en quien está la gracia,  y, gracia, pura gracia de Dios, es este nacimiento. Y así, santo por su bautismo y bautizado porque Dios hizo gracia, es JUAN.

Pero, Señores, ¿quién tiene fe para ver a un niño bautizado? ¿Quién tiene fe para sostener la vista de la fe, para ver no y lo negativo, lo que lava el agua, sino lo positivo, el nuevo nacimiento, la nueva criatura, el hombre en Cristo? Que el agua lava lo sabemos. Que aplaca la sed, acaso lo hemos experimentado. Que regenera lo admitimos. Pero que ilumine, ¿quién tiene fe para seguir a la fe en este misterio del agua que recibe la luz y la propaga? Porque la luz resplandece en el agua y el agua- por su claridad- ilumina.

Señores, si os muestro a San Juan de la Cruz nacido es para provocar el testimonio del bautismo en vuestra propia conciencia Esta conciencia del bautismo la tenemos todos los cristianos,  y , si el bautismo es el nacimiento de un santo, así sea éste Doctor, así sea éste luego un gran Místico, ninguno de nosotros es extraño al centenario que celebramos. Yo veo el nacimiento de San Juan de la Cruz en el mío; veo su santidad y su nombre en mi bautismo. Como él he sido hecho SANTO. Como él soy JUAN en la economía de la gracia. Tengo pues, en mi mano la llave de su vida, sé  lo que digo de él, sé adónde van mis palabras. Cuando calle os diré también por qué lo hago y cuál es el sentido y el contenido de mi silencio. Porque si no tengo virtudes para hablar, por ejemplo, de la humildad de San Juan de la Cruz, ni penitencia para hablar de su penitencia, ni contemplación infusa y transformante para decir el gran misterio de su perfección, bautismo tengo para saber quién es, y la fe para no errar sobre el misterio fundamental de su vida. Y estoy como él (con él), en CRISTO, lo suficiente por lo menos para saber qué sentido tiene la soledad de su alma cuando canta, y cuál es mi lugar (el último, a la mayor distancia suya)  cuando él como DOCTOR abre su boca en medio de la Iglesia, y enseña.

Entretanto, Señores, soportadme. Como cristiano hablo.

I V

-Yo sé que el Señor Jesús se entregó por mí y murió. Sé que murió libremente por mí y para mí, y que, en esa muerte suya, yo he sido bautizado. En mi bautismo yo fui sumergido en la muerte de Cristo para que muriese en mí, por su muerte, el pecado. Toda la vejez de vida, toda mi vida en Adán murió en mí, en mi bautismo, al ser yo sumergido en la muerte del Señor. Me recibió el Señor en su muerte, en aquella agua, y me incorporó a su vida. Allí fui revestido de Cristo como el cuerpo de mi cuerpo, como el alma de mi alma. Revestido y conformado, allí fue renovada mi vida.

Y fue renovada porque el que murió por mí también resucitó, para que no estuviera yo con él tan solamente en los efectos de su muerte, sino también en la novedad de vida de su triunfo. Asociado a su muerte, asociado a su resurrección, el mismo bautismo que me sepulta juntamente con él en su muerte me reviste de su vida. Y esta vida suya de ahora no es su vida mortal, sino la vida que él lleva en el Padre, vida gloriosa, en carne espiritual. Mi fe, la fe de mi bautismo, es la fe que yo tengo  en la resurrección. Yo creo en Dios y mi Dios es el Dios vivo que resucitó a Jesús su hijo de entre los muertos. Vive el que murió por mí una vez y ya no muere, resucitó mi Señor. Resucitó para obrar sin interrupción ni discontinuidad nuestra muerte mística y nuestra vida en él. Sumergido en su muerte, en el bautismo, fui redimido; incorporado a su resurrección, en el bautismo, me regeneró y renueva. Obra en mí conforme a su vida gloriosa, influye en mí su vida el nuevo Adán que el Padre constituyó para mí, a su derecha, en espíritu vivificante. Porque el Señor es espíritu.

Y por eso su operación en mí no es visible, ni sensible; no es ilusoria, no es imaginaria, no es sentimental. Es operación del espíritu conforme al espíritu, es decir, invisible y oculta, y real, y actual, y efectiva, y eficaz, y tan profunda que solamente por la fe la puedo recibir. Y por eso también el bautismo ES EL SACRAMENTO DE LA FE. Porque por fe lo recibimos, y por fe nos justifica, y por fe nos ilumina, y por fe nos da la vida nueva, y esta vida nueva es una vida  que vive de la fe.  Mi vida es obedecer a la fe, ir de fe en fe, adelantando en ese Amén total, absoluto, de todo mi ser, que doy a la Palabra que recibo y que me recibe ella misma y me reviste de su forma. La inserción vital en su cuerpo, que es la Iglesia, me comunica su espíritu; la identidad mística con su persona, que es el Hijo, me hace hijo de Dios. Me pone delante del Padre: crucificado juntamente con él en el misterio de su voluntad, vivificado juntamente con él en el misterio de su presencia. . .

Considerar el bautismo, pues, no es solamente discurrir sobre un sacramento o contemplar los misterios de un rito admirable. Es también un acto de conocimiento propio. Es conocernos a nosotros mismos en lo más alto de nuestro ser, en nuestra vocación y dignidad, en lo que Dios hace en nosotros por medio de su Hijo hecho hombre. Jamás los filósofos al imponer al hombre la sana disciplina del conócete a ti mismo, pudieron imaginar que ésta tuviera un ejercicio tan alto. El cristiano es  HOMBRE EN CRISTO y se conoce a sí mismo en su bautismo. Adonde no puede llegar ni la ciencia racional del pagano ni la dialéctica de la Ley revelada al judío, más allá de la razón y en la dispensación perfecta de la gracia, llega la fe.

Adán fue creado fuera del paraíso y luego introducido en él para que lo cultivara y guardara. El hombre bautizado por la gracia de Dios es puesto en Cristo para que crezca en su bautismo y lo guarde. Como sello del bautismo recibe la plenitud de los dones del Espíritu Santo en la confirmación, y, como el solo alimento digno de nutrir la vida nueva- hombre nuevo, con nombre nuevo y cántico nuevo- participa de la alianza en la Sangre del nuevo (y eterno) Testamento, y, nacido de Dios por el bautismo, no menos que de Dios mismo se alimenta por la eucaristía. ¡Verdaderamente es hijo de la Resurrección! Ungido y vestido se sienta a la mesa del Rey. Su ropa blanca le anuncia el misterio de las Bodas. Los misterios de Cristo son también sus misterios. Es cristiano y nada de Cristo le es extraño. Es cristiano y tiene su vida oculta en Dios, con Cristo. ¡Inmensa dignidad! Verla, es no desear otra cosa. Verla es oír aquella palabra del ángel: -Ten lo que tienes, que nadie tome tu corona.

V

TEN LO QUE TIENES. El último acto del bautismo es grave. Al hombre cristianado, es decir, ungido y vestido, se le da lámpara encendida. Esto es algo así como ponerle en las manos (y  ¡en qué manos!) de hombre, la obra que Dios ha hecho. El Sacerdote nos dice: -Recibe la lámpara encendida y guarda IRREPRENSIBLE tu bautismo.

Señores, como sabéis la fe no es de todos y así las cosas de la fe no todos pueden verlas. Si alguno las ve es a la luz del bautismo, a la luz, precisamente, de la lámpara encendida. Yo, por ejemplo, celebro el nacimiento de un santo; o su bautismo, que es el mío procuro ver su vida y he aquí que, por su vida sin yo buscarlo, empiezo a ver mi bautismo. El bautismo no podría existir sin la muerte del Señor ni la eucaristía sin su Encarnación. Uno y otra, aqua et panis , initium vitae, me incorporan a Cristo. Pero la vida de Cristo ¿se manifiesta realmente en la mía? ¿Estoy configurado a su muerte, conforme a mi bautismo, y, por la eucaristía, participo realmente como criatura que vive de su Encarnación? Un hombre, una vez, quiso ver su alma a la luz de la lámpara encendida y no vio su alma. Lo que vio fue que la lámpara se le había apagado. Cuando esto sucede en verdad que no interesan los pecados del hombre. Vicio o desquicio, el proceso del desorden está hecho y lo conocemos. Pero cuando se apaga esta lámpara que significa las virtudes teologales, lo terrible es ver cómo el hombre bautizado, es decir, creado en Cristo para Dios, se organiza en sí mismo y empieza a construir su vida en la región de la desemejanza. No puede destruir la Imagen y lleva además un sello, un carácter filial que es indeleble, pero, el pecho ungido para las obras de la fe se ensancha en alientos de la propia afirmación y la espalda, que había de llevar el yugo de Cristo, toma sobre sí el peso político del mundo. Las acometidas de la soberbia y la voluntad de poder, el “yo” y el imperio, endurecen otra vez el rostro con el contenido que vuelve de los tres “Renuncias”. Este hombre bautizado toma un puesto en el mundo y del mundo recibe su porte, su aire, su importancia y su honra. Tiene el oído atento (aunque no a la palabra) y la nariz, grave, que se reserva. Si no anda en olor de suavidad mantiene en cambio, sagaz, la husma. Porque no se trata aquí de apostasías alocadas, ni de vicios que degraden. ¡Dios sabe si tenemos todas las aprobaciones de la prudencia y si somos los hombres del momento, los hombres responsables! El que se desentiende así de las virtudes teologales, no tiene por qué ceder, por eso, en las virtudes morales y políticas. Estas virtudes son muchas y duras, y saben entablar con lucidez sus juegos sin entraña. Formaron el esplendor del mundo antiguo y aún pueden poner perfectamente de pie a un hombre en la Historia.

¿Y para esto, Señores, ha muerto Cristo en la Cruz? ¿ Para esto el Verbo se hizo carne? ¿Para esto la vida de la Iglesia y su Autoridad, y su Jerarquía comunican al mundo ese misterio que asombra a los ángeles de DIOS CON NOSOTROS? Para que después del bautismo entre equilibrios y distingos vivamos como paganos, sin fe y sin esperanza, invocando tradiciones de hombres y con una estructura, un vocabulario, una especie de airón amenazante y hueco de pretendidas “ideas” cristianas ? No nos bastaba caer en el pecado y caemos en las virtudes No nos bastaba la inmundicia y el desorden, y, para profanar la Encarnación de Cristo, hemos descubierto el orden. Creyentes sin fe, cristianos sin Cristo, Señores ¿dónde está nuestro bautismo?

V I

¡Helo ahí, Señores! Está en San Juan de la Cruz. Vedlo en ese hombre despojado, descalzo, penitente; enfermo, cubierto de llagas, llevado al último extremo de vejación y de ignominia. Con fama de santo, sí, pero sospechoso. Sospechoso, desaprobado, mal mirado, odiado, condenado. Legalmente condenado y después de condenado, perseguido y, ¡por todos los medios! Justos o injustos, legales o violentos, y con una ferocidad, con un odio, como solamente puede darse en una raza recia y fuerte, irreductible y entera, de gran acometividad, de gran temple, capaz de todos los extremos. . . Ved ahí un hombre, Señores, que guardó su bautismo. Bautizado en la muerte de Cristo, no tuvo miedo de la muerte de Cristo. Cristiano no se empeñó en ser, a la vez, mundano, y en vez de poner toda su industria en una combinación, un compromiso algo que le permitiera no abandonar del todo la fe, sin negarse por otra parte a sí mismo, ni entrar verdaderamente en ella, siguió siempre y sin restricciones la voluntad de Dios, es decir, la lógica viviente y vivificante de la vida que había recibido en el bautismo.

Jamás cometió pecado grave. Cuando fue ordenado y subió por primera vez al altar, para ofrecer el santo sacrificio, hizo al Señor un pedido digno de la magnificencia de Salomón, suplicándole que le concediera en esta vida todos los tormentos que merece el pecado con tal de no cometerlo nunca. Favorecido de Dios extraordinariamente jamás deseó otra cosa sino el vituperio de Cristo, y, cuando el Señor le dice, una vez: -Juan, ¿qué quieres que te dé?, el santo le contesta: -Que todos me desprecien y me tengan en poco por tu amor. PADECER Y SER DESPRECIADO. ¡Qué bandera!

Ah, Señores, no es este el San Juan de la Cruz nacido con quien nos hemos hallado –para celebración del centenario de su nacimiento- en la alegría sin reserva de un mismo bautismo. De este hombre perfecto, ¿qué no nos separa? Me diréis que él es religioso y nosotros laicos, él sacerdote y nosotros del pueblo de Dios, él doctor y nosotros enseñados (él, el doctor extático y nosotros acaso ni sus enseñados. . .).Pero estas diferencias son perfecciones del orden y no confunden. Todos esos son grados, y, entre nosotros y él, yo no veo solamente grados, veo también un abismo. Santos como él por el bautismo, Joanes como él en una misma economía de la gracia, de este hombre perfecto ¿qué abismo nos separa? Miradlo: es la Cruz.

Nosotros Santos, somos, Joanes somos de la Cruz no somos. Y él fue de la Cruz y lo fue por elección, porque quiso serlo. ¡Qué inteligencia del bautismo! Bautizado en la muerte de Cristo eligió ser de la Cruz. Conoció a su Dios crucificado y vivió para él con-fixus. Toda su perfección es obra de la cruz. Porque sólo la cruz hace efectiva a lo largo de nuestra vida la unión mística que tenemos con el Señor. Esta unión que nace en la cruz misma cuando el Señor padece y muere en ella por nosotros, y, en nuestro bautismo, cuando cada uno de nosotros es plantado juntamente con él en su muerte, nos hace copartícipes de los misterios de Cristo, es decir, de todos aquellos actos suyos de DIOS- SALVADOR que, él, como cabeza nuestra obró en identidad mística con nosotros y en los cuales nosotros, como miembros suyos, entramos por nuestra inserción en su muerte.

La vida del cristiano es una comunión, una común unión con Cristo. De nuestra incorporación a él se derivan las leyes de nuestra conducta. El bautismo en su muerte nos habilita para padecer en su Pasión, y por eso, sufrir, para el cristiano no es accidente, ni sorpresa, ni cosa extraordinaria, sino deber de cada día, y, sobre todo el deber propio de su estado. Si nuestro vivir es Cristo, como miembros suyos no glorificados, en esta vida somos pasibles, somos de la Cruz, y , en la libertad de los hijos, por obediencia y amor podemos padecer . PADECER Y SER DESPRECIADO es revestir a Cristo fastuosamente, en todo el esplendor de su vituperio, en toda la riqueza y la ciencia de su amor, y, claro está que quien vive así, no vive su vida sino la vida de Cristo. De ahí que por la cruz se pase del bautismo a la perfección, es decir, de la gracia primordial del nacimiento, a la estatura perfecta del hijo que crece. Si ¡gracias a Dios! , a todos los cristianos nos es lícito decir: – Vivo yo mas no, en mí , sino en Cristo, ved ahí que en el término de esta vida en Cristo, la perfección hacer decir al santo :  -Vivo yo, mas no yo, Cristo vive en mí. Yo en Cristo es el comienzo de la gracia, Cristo en mí su perfección y su término,, de la gracia recibida a la perfección consumada ( a la entera medida de la donación de Cristo), no hay otro pasaje sino la muerte. De ahí la operación de la cruz, en el cristiano como virtud activa que guarda su bautismo y regula su vida, manteniéndolo para el mundo con-fixus, con-mortuus, con-sepultus,  y ofreciéndolo como hostia viva con-resucitado y con- vivificado para Dios.

V I I

En San Juan de la Cruz esta unión con Dios es tan grande que lo lleva al extremo no ordinario de hasta dejar su propia Orden. Está dispuesto a pasar a la Cartuja cuando su encuentro con Santa Teresa, y la reforma que intenta la Santa, le permite aquella dicha: salir de su Orden sin dejarla, es decir, quedar en el Carmelo pero Descalzo.  Y entonces comienza aquel período de su vida en que, como Padre y Maestro (no como pedagogo) y con un sosiego, una pureza, una santidad de ángel, el santo se ve llevado ( y yo creo que sin pensarlo él, ni quererlo) a ser sostén y el doctor de la reforma.

Pero notemos que su acción en el Carmelo no es la de un fundador o legislador que rige y conduce teniendo en sí mismo la fuente de la autoridad y plasmando su obra con elementos que él dispone y ordena. No, aquello es un intento precario, lleno de vicisitudes y contradicciones, y pronto una lucha, un remolino, y finalmente una furiosa y espantosa tormenta con momentos de calma sublime, es cierto, pero que dan miedo. Silencios brevísimos como de media hora, y luego cielos que arden y parece que han de arrasarlo todo. En medio de aquel ensañamiento de pasiones lo único tranquilo es el alma del varón de Dios. San Juan de la Cruz, descalzo, de entera desapropiación y desnudez interior, permanece sosegado. Está en paz. Crucificada su alma juntamente con Cristo y la Cruz del Señor en su mano, es decir, en su acción. Allí está escondida su fuerza.

La Cruz es realmente su vara sacerdotal. Instrumento de medida y rigor, de justicia y poder, vara que salva de todo lo que no es Dios por su virtud de despojo y que, por esa misma virtud que no perdona, florece en altísimos misterios. Lo une con Dios y rige la reforma, florece en su alma y se convierte en serpiente. Pues este convertirse en serpiente es también acto propio de la vara que rige, intima y  florece. Porque si dentro de sí lo une a Dios, y en la reforma obra virtudes, y, por su contemplación, para la Iglesia universal florece, para todo lo que no es Dios, ni está en Cristo, es una fuerza viva y rapidísima que va, y ve, y discierne y devora.

Leed su biografía- El P. Bruno la ha “establecido científicamente”, según dice Maritain. Entiendo que esto quiere decir que los hechos que allí se refieren están probados con todo el rigor que exige la ciencia crítica para su consignación objetiva y material. Ese libro, es, pues, el relato verídico, concatenado y cronológico de los actos exteriores de su vida. Si después de leerlo nos quedamos sabiendo mucho menos de san Juan de la Cruz que lo que nos dice de él cualquiera de sus poemas o la más humilde de sus cartas, o el más breve de sus aforismos, hay un hecho, sin embargo, inmenso, formidable, constante, y que la disciplina crítica del autor (religioso “doublé d´un excellent historien”) no le permite acaso poner en claro con toda la fuerza que el hecho mismo tiene, y es que San Juan de la Cruz en todos los momentos de su vida es pura y simplemente de la Cruz. Ni las vicisitudes externas, ni la gran obra emprendida de la reformación, ni sus escritos, ni su doctrina, ni su autoridad (cuando la tiene), ni su vejación cuando lo ultrajan, consiguen alterar la perfecta paz de su alma.

¿Qué es su lucha con los del paño? ¿Una controversia, un pleito, una causa célebre, un proceso? Y, ¿cuál es su situación final en la Orden, entre los descalzos? Depuesto, mal mirado y perseguido, ¿queda finalmente  desautorizado? A los horrores de Toledo corresponde la decepción, más dolorosa aún, de Segovia. Pero ¿qué fue todo eso para él? ¿Qué hizo él, en su alma, con todo eso? Porque eso fue lo que por sobre todo nos interesa, porque en lo que él hizo con eso (más que en su consignación rigurosamente probada) es donde podemos ver, realmente, la vida del santo.

Mirad, Señores, un místico está siempre con Dios. Inútilmente le diréis a Job que le han robado la haciendo. Job dice:- Dios me la dio, Dios me la quitó. ¡Bendito sea su Nombre! Decidle que, como piadosa concesión, aceptamos que de Dios haya recibido esos bienes, pero, que lo que venimos a decir es que los ladrones se los han quitado, y que intente el proceso. Todo es inútil. Job sigue con Dios y nosotros (religieux excellents et doublés d´historiens) nos quedamos con la constatación histórica del robo, científicamente establecida. . .  La Cruz es un abismo. En la cruz cabe todo. El místico está en Dios y la vara sacerdotal que se convierte en serpiente devora la multiplicidad.

Así, pues, si queréis entender bien la biografía de san Juan DE LA CRUZ, entended(si podéis) que este Juan es DE LA CRUZ, y que, por estar en Cristo, la cruz, en él, devora la biografía. Lo que debe sustanciar el proceso, en él, alimenta el fuego. El fuego nunca dice: Basta, y el santo va de fe en fe. Lo que para otros sería un pleito, en él, es pasión, y no su pasión solamente, sino algo más hondo y más sagrado: la pasión, la Pasión de Nuestro Señor Jesu-Cristo en él, o, si queréis, su parte como miembro que vive, de aquella plenitud o complemento místico que corresponde a la Iglesia en esa pasión sagrada del Señor.

Y por ahí se  advierte el defecto de toda biografía cuando la biografía trata de un santo, es decir, que la biografía de un santo no coincide, no es (rigurosamente hablando) su  vida, pues la vida del santo es Cristo, el sólo santo, y él no tiene biografía. O si la tiene su biografía es un Introito, es su entrada al altar, su entrada a aquella vida. Porque los acontecimientos que en la vida de otros hombres constituyen todo el drama, o la tragedia, o el proceso, en el santo (hombre en Cristo) por el misterio de la Cruz se transforman en liturgia y son los accidentes- históricos, ciertamente y objetivos y reales, y terriblemente dolorosos- de la verdad de su vida, es decir, de su Pasión. Y así, todo hombre tiene biografía, pero el espiritual perfecto, el místico, en cuanto tal no tiene biografía. Está unido a Dios. Su vivir es Cristo. La biografía de un místico, es su ascensión mística.

VIII

La biografía de un místico es su ascensión mística. San Juan de la Cruz, por serlo, crucificado juntamente con Cristo recibe en su alma efectos admirables de la vida nueva. Ha guardado su bautismo y participa ahora de lo que se lee del Señor en el Jordán, que, al salir del agua, y orando, se abrieron, para él, los cielos. Y este es el momento de decir una palabra acerca de la vida mística.

Hablar de un santo sin saber qué es el bautismo; de un místico, sin saber qué es la Iglesia; partir de una definición del hombre que ignora o excluye el misterio propio de los cristianos y luego hablar de oración sin saber lo que es el hombre en Cristo (como si la oración procediera del hombre solamente) y, de contemplación, sin saber quién está sentado a la derecha del Padre y adónde ( por ese con-sedere) tiene acceso el cristiano, es algo así como tomar a los hijos del Reino y traerlos como fenómenos de feria para divertimiento del teatrillo psicológico. . . Vemos llegar a Don Quijote en la jaula. Aislado. Clasificado, definido; loco y bueno, sublime y absurdo, y excepcional, sobre todo excepcional, asegurados a la vez contra los desmanes de su locura y contra algún posible contagio de los simples que lo miren. La recta doctrina que circunscribe su extravagancia queda garantizada a la aldea por el senado estupendo que constituyen el cura, el barbero, el bachiller, la sobrina y el ama.

Entendámonos bien, Señores. Por muy extraordinarios que sean los santos en la Iglesia y pongamos que haya de ellos uno por cada cien millones de cristianos, en el santo y no en nuestra mediocridad y estupidez está el desenvolvimiento auténtico y normal de la vida cristiana. Y por asombrosos que parezcan los místicos, la vida mística no es una locura sublime, ni una extravagancia, ni un lujo espiritual, ni un portento curioso del cual la Iglesia podría fácilmente prescindir, ni algo precioso y complejo que Dios concedería a ciertas regiones (España o Flandes) como les concede la pintura o la danza, ajustando la complexión de un temperamento (producido por la desolación o la humedad de un ambiente) al genio biológico o espiritual de una raza.

La vida mística es una manifestación extraordinaria y sobrenatural de la vida de la gracia, pero, dentro de ese orden sobrenatural de la gracia (en el cual estamos todos los cristianos), es tan normal, tan noble y tan “natural”, que, cuando se piensa lo que es el bautismo y se tiene una idea siquiera de lo que es la Encarnación, lo asombroso no es que haya místicos sino que los haya tan pocos. Pues no se ha acortado la mano que da estos dones supremos, y, por  Dios, no faltan.

La vida de la gracia está ordenada a la vida eterna. En sí misma es un comienzo, una incoación de esa vida, pero, por su carácter sobrenatural, en sus operaciones más profundas y de mayor alcance no es objeto de experiencia. Nuestra fe es oscura; nuestra esperanza no posee; nuestra caridad padece y la vida toda de la gracia es una vida que crece en nosotros oculta y como envuelta en nuestra vida natural y sensible. Nuestros actos de piedad, por ejemplo, aunque sabemos que están secretamente informados por Dios, en apariencia se producen como si fuera puramente naturales y psicológicos. Solamente en la patria la fe tendrá su florecimiento espontáneo en la visión; la esperanza, su término en la herencia, y la caridad su abrazo perfecto e indisoluble en aquella no mudable participación de la naturaleza divina que nos ha sido alcanzada.

Ahora bien, si un hombre por obedecer a la fe se niega y deja todo, y toma su Cruz, y sigue a Cristo padeciendo con amor perfecto todos los despojos que en la simple criatura corresponden al exinanivit, ¿qué tiene de asombroso que ese hombre, hecho el esclavo de todos y rechazado por todos como si fuera un leproso, reciba en la raíz de su alma el beso de la boca de Dios, y, vivificado así por el Espíritu, muestre algunas señales de la reparación efectuada por Cristo de nuestra naturaleza?

Un místico, pues, no es una curiosidad ni una extravagancia. Está dentro de un orden que es la gracia, forma parte de un pueblo que es la Iglesia, es una perfección, rarísima (como todo lo perfecto) y es además una perfección espléndida, generosa, deslumbrante, un carisma que el Señor da a su Esposa, una muestra de la extraordinaria liberalidad de nuestro Dios para con el hombre, cuya naturaleza ha asumido él mismo y ha hecho sentar a su derecha.

IX

San Juan de la Cruz está, pues, ahora, en lo alto del gran misterio de la Cruz. Extraño al mundo como cualquier cristiano que vive de la fe; extraño a sus hermanos como cualquier santo que va de fe en fe; extraño a sí mismo como todos aquellos a quienes transforma la fe, su cuerpo es una llaga viva porque no en vano se imita al que fue hallado leproso. Su nombre es un mal nombre porque la cruz no es sufrimiento solamente sino también afrenta y descrédito, y su alma-pero ¿podremos ver su alma?. . . Y ¿por qué no veríamos su alma? Su alma, como la del niño bautizado en la ropa blanca; como la de nuestros primeros padres en la desnudez primera que los vestía, está en su hábito, y ese hábito, que lo viste y desnuda, que cubre su cuerpo y descubre su alma, está hecho, como veis , de un poco de tierra. No negra, ni gris, sino cálida y como atravesada por el fuego, pues el carmelita, el descalzo, el hombre del espíritu es eso, la tierra del Carmelo, un haz de llamas de la zarza ardiendo amparado por el manto blanco de Elías. Este hombre está en lo alto del monte y canta. Su canto nace del silencio y su silencio es la perfección de la Cruz.

Me diréis si puede haber un canto de la cruz, si el instrumento de la más desgarrante tortura puede producir sosiego, la paz, la claridad interior del silencio. . . Recordemos que el cristiano no está solo en la cruz. Está con Cristo. No está crucificado solamente, está con- crucificado, y por eso la cruz (lo cantaos en la antífona que honra nuestro Santo) es salud, es vida, es resurrección, por eso somos salvados y liberados. Ese grado supremo de la salud y la vida, la resurrección, y ese grado supremo de la redención, el ser liberados, es lo que Dios da a gustar a sus amados, aún aquí en la tierra, aún aquí en la cruz. Y como quiera que esto sea inefable, por el testimonio de los santos lo sabemos y por su doctrina sabemos también de dónde viene.

Es la obra del Espíritu Santo, es el Dedo de Dios, quien, habiendo llevado a la última pureza por medio de la Cruz la claridad de la Imagen, que hay en el hombre, hace que la criatura salga de sí y participe en la perfección de la Semejanza de la vida íntima de Dios. El carácter filial del bautismo llega así a la más sublime expresión que puede alcanzar en esta vida cuando el Señor Jesús sumo y eterno Sacerdote, pone al cristiano que le está configurado delante del Padre, y el Padre (pudiéndose mirar en él por razón de  ese carácter filial como en su mismo Hijo), recibe a la criatura divinizada en la complacencia infinita con que en la unidad del Amor dice a su Hijo esta sola palabra:-Eres mi Hijo, hoy te engendro. En ese abismo del ser, entre aquellas virtudes de los cielos que habitan en lo alto del monte, SILENCIO DIVINO, SEGURIDAD PARA SIEMPRE, el Padre descubre su rostro, (ese rostro que sólo se expresa en el Hijo), y la criatura (por la perfección de la semejanza con Dios), conoce como es conocida en esa mirada de amor que le dice:-Me llamarás Padre y no cesarás de entrar en pos de mí.

Y si de esta experiencia sublime del bautismo puede nacer una palabra, esa palabra habrá de expresar lo inefable, lo que no puede ser dicho y será, necesariamente, canto. Será el canto de la cruz, es decir, la muerte mística. Será la revelación del amor, es decir lo que esa muerte comienza a descubrir. Será, en resolución, el gran misterio de la ascensión al Padre, es decir, lo que es dado padecer al cristiano de aquel amor con que Dios se ama en el océano insondable de su vida íntima, y de aquel amor con  que Dios nos ama en la asunción que ha hecho el Verbo de nuestra naturaleza.

La Encarnación y la Trinidad, nuestra inserción en la Encarnación, y nuestra entrada, por ella a la generación eterna del Verbo, y a la espiración eterna del Amor, y todo eso vivido, sentido, experimentado, padecido, es lo que canta en los poemas de San Juan  de la Cruz. Los tres mayores y más importantes (los únicos acerca de los cuales algo se explicó el Santo y que son como las tres estrellas que hay en el escudo del Carmelo), cantan en esa relación íntima del místico con cada una de las Personas divinas. “Llama de amor viva” es un diálogo con el Espíritu Santo; “El Cántico espiritual”, sus Desposorios con el Verbo y “La noche”, el gran poema (que no declaró por completo), su ascensión al Padre.

Lo que somos aún no se ha manifestado esta es la palabra de la fe, la palabra, tranquila y cierta, de nuestro bautismo.

Vendremos a él y haremos en él nuestra morada, esta es la palabra de la infinita dignación de nuestro Dios, lo que se padece en lo alto del Monte, en lo alto de la Cruz; lo que no es fe, solamente, sino también sabor y experiencia – para el místico. Porque tal es la Cruz, no para nosotros. Ciertamente sino para el espiritual perfecto: llave del paraíso, para entrar al paraíso, es decir, fuego de purificación para atravesar, en ese fuego, aquél de la espada que lo rodea. Y árbol de vida del paraíso por la sustancia y el sabor de vida eterna de su fruto. Y paraíso, finalmente, ella misma, pero paraíso de delicias PARA DIOS. Porque Dios se consuela en sus santos, y, el hombre crucificado por amor, es Edén para aquél que, por amor, nos ha creado y, por amor, nos ha unido, indestructiblemente, así, en su Hijo.

X

Ahora bien, la ley del amor tiene dos mandamientos, y, del que ha hallado la puerta, dice el Señor que entrará y saldrá. Si el descalzo entra al Padre en el silencio divino, el sacerdote está ordenado para dar los dones. Si su cáliz le embriaga, su pan puede ser partido, y, la misma caridad que lo impulsa a esas entradas, lo mueve también a estas salidas. Entrará al Padre y de ahí nacerá su canto, y saldrá y lo rodeará la Iglesia, y el abrirá su boca y partirá su pan.

Muchos doctores tiene la Iglesia y ved ahí, Señores, que todos ellos no hacen otra cosa sino este acto de autoridad y de amor: la “fractio panis”, partir el pan a los hijos. Muchos doctores tiene la Iglesia, pero yo no sé si tiene alguno cuya doctrina sea la declaración de su canto, y esto es de una gran belleza.

No literaria, no sensible, sino mucho más profunda y que descubre la divina sencillez, la perfecta unidad de la vida del santo, pues cierra en enlaces como de un círculo de perfecciones, su oración, su canto, su doctrina, su ascensión mística, el misterio trinitario de su poesía, y su palabra de cruz en medio de la Iglesia.

San Juan de la Cruz padece. De su padecer, que es amor, nace el canto. De su canto, que expresa lo que padece, nace su doctrina. Su canto es el canto de la Cruz, y, su doctrina, la declaración de su canto, es decir, la doctrina de la Cruz. Y por eso su doctrina es tan alta, tan verídica, tan noble, tan llena de luz y de vida.

Este santo JUAN es tan íntimamente DE LA CRUZ que jamás la hace vana, jamás mitiga su escándalo, jamás olvida que es cristiano. Con la misma paz, con el mismo rigor con que corrige los vicios del hombre pone a nivel de la cruz, es decir, del bautismo, las virtudes del hombre.

Pues no se trata para él de formar al hombre en el hombre, sino de formar al cristiano, es decir, de formar al hombre en Cristo, según Dios lo regenera, y viene a él y lo unge, y lo llama a la intimidad inefable de su propia vida divina.

Y por eso sus palabras llegan a todos y a todos hieren con amor. Tanto a los enemigos de la Cruz, como “a los que se dicen sus amigos”. Y por eso no lo vemos nunca en la actitud del moralista que concede y prohíbe, ni en la del pedagogo que consiente o castiga. Un espíritu más alto supera esos oficios, pues ante el caso divino, ante el ser o no ser del cristiano, él, que sabe por experiencia a qué bienes estamos destinados los que confesamos al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo, no admite ser otra cosa sino aquello para lo cual ha sido ordenado en la Iglesia, es decir, el  SACERDOTE, el SACRIFICADOR. Y así no os extrañe que quien lleva siempre en su corazón el fuego encendido para el sacrificio levante en su derecha el cuchillo que no perdona de Elías. En todo esto muestra ser el varón de Dios, es decir, el hombre del Amor. Pues solamente al Amor, que es vida, le es lícito exigir también la vida.

Exigencias del amor, exigencias del Carmelo. Cuchillo que no perdona de Elías, ciencia del Sacrificador. . . Yo oigo cantar la vida de San Juan de la Cruz, su vida de amor,  es decir, su bautismo, su gracia, su Cruz; el ser santo, el ser Juan, el ser descalzo; y la asunción de todo eso por la cumbre del Monte – agua hecha corriente de vida, gracia atravesada por relumbres de gloria, cruz hecha raíz del paraíso- en estos dos versos suyos:

¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre!. . .

y          Entreme donde no supe.

El primero es el canto de la fe. La fe sabe. El otro es el misterio de la caridad. La caridad trasciende. La fe contempla a Cristo, contempla el organismo de la gracia como se contempla el orden de los cielos, en su ser divino, en su actividad gratuita. . . Todo eso está dado. Podrá ser recibido o rechazado por el hombre, pero en sí es inalterable, y se mueve, y canta:

¡Qué bien sé yo la fuente que mana y corre!

La caridad, en cambio, no sabe. Porque por el amor con que ama entra al amor con que es amado, y, en ese amor, un no- saber inmensamente positivo es luz que la ciega, vida que la arroba,

plenitud de Dios que la transforma:  Entreme y no supe.

XI

Y he aquí, ahora, Señores, que ha este hombre que nosotros cristianos y católicos hemos intentado ver por medio de lo único que tenemos para verlo, por medio de nuestro bautismo, con ocasión de este Centenario, se le acerca el mundo, y, en nombre de la cultura, o del arte, o de la política, lo elogia, lo aprueba o lo exalta.

Excluido como está de la oración de Cristo, el mundo no puede entender no digo ya a un niño bautizado pero ni siquiera al más imperfecto de los cristianos, ni a una vieja mendiga, ni a un enfermo que sufre. ¿Cómo entenderá entonces a los santos, y, entre los santos, cómo podrá entender a un místico? Los intelectuales, que ignoran la pasión de Cristo, aprecian los escritos del santo, conforme a oscuridades y desatinos que ellos mismos van creando al leer lo que no entienden. Los artistas, que ignoran el espíritu de Cristo, prestan las suciedades de su sensibilidad a un hombre purificado que jamás tuvo esas miserias, y donde él habla espíritu, ellos saborean carne, y, finalmente, los que ignoran la Encarnación de Cristo,  atribuyen a un país o a una raza (y hasta al esplendor imperial de un momento político), lo que es obra del espíritu de Dios y solamente ha podido existir por desprecio de tales valores.

Nuestro homenaje no exige refutar esas blasfemias y, si en algo consiste, consiste, como veis, únicamente, en ver, a San Juan de la Cruz donde San Juan de la Cruz está. En Cristo, porque es hombre en Cristo; en la Iglesia, porque vivió movido del Espíritu Santo; en nosotros, porque en la Iglesia estamos nosotros con él, en una misma vida en Cristo y en un mismo llamado. Un principio común nos lleva, la economía de la gracia. Un abismo nos separa, la perfección de la Cruz. No somos espirituales; no somos místicos; lo sabemos y lo confesamos. Y por eso también “no cultivamos el género místico” y no simulamos tener lo que no hemos recibido. En lo que recibimos solamente estamos con él, y, en lo que nos alimenta, lo saludamos. Homenaje de la fe, homenaje del bautismo, tal es nuestro homenaje. Confesar su fuego en la claridad de nuestra agua, decir su Nombre. Decir:-Entreme donde no supe, llevados solamente del agua que baña toda la Iglesia y que dice a cada cristiano que la oye:- Eres Hijo , ven al Padre.