COMENTARIO AL SALMO DE DIMAS

Claves de lectura para este y los escritos siguientes

Dichoso el hombre…

Este poema en prosa lo compone Dimas en el estilo de los salmos con el que está familiarizado por el rezo del oficio divino. Por eso lo hemos subtitulado: Salmo de Dimas.

Dimas comienza su poema con las mismas palabras del salmo primero: “Dichoso el hombre”. El Salmo primero del Salterio resume toda la teología del Antiguo Testamento. De manera semejante, este salmo de Dimas contiene las claves de la   piedad de Dimas Antuña hacia San José[1].

El Salmo primero, por ser como un prólogo de todo el libro de los Salmos, le da – como la clave musical al comienzo de una partitura –  el “tono espiritual” a todo el libro de los Salmos. Así también este poema de Dimas es como una clave de lectura para todos sus escritos. Dimas nos hablará de San José siempre en clave personal, interpersonal. Por eso hemos colocado este Salmo de Dimas al comienzo de este libro.

Este salmo es una llave prologal para entender mejor lo que sigue. Los escritos josefinos siguientes están, todos ellos, marcados por ese mismo sello interpersonal, existencial, inconfundible. Todos ellos registran vivencias de la relación de Dimas con San José y de San José con Dimas. No son fruto de una investigación erudita pero impersonal y curiosa, como quien estudiase todo acerca de las pirámides de Egipto o de las mariposas. Para Dimas, San José no es un objeto de investigación, sino un tú concreto.

El Salmo de Dimas, como los salmos y los proverbios, está escrito según el estilo de la poética hebrea de los libros didácticos sapienciales conocido como paralelismo. Este recurso poético meditativo, consiste en  yuxtaponer dos o más frases (hemistiquios) que se complementan mutuamente, ya sea repitiendo la misma idea con otras palabras, ya sea oponiendo una idea a otra anterior, o bien agregando algo a lo recién dicho.

El salmo de Dimas está compuesto de ocho pares de sentencias que avanzan con un vaivén pendular. Atendamos al  ejemplo que nos dan los dos primeros versículos:

a) Dichoso el hombre que halló a San José, b) Dios lo sustrajo del ruido; a) sus días no fueron vanidad, b) ni sus años apresuramiento. Y así en adelante.

Hay que notar, también, que Dimas adopta, para iniciar su salmo, las mismas palabras iniciales del libro de los Salmos: “Dichoso el hombre”. No es casualidad ni es descuido. Mediante esta alusión al primer versículo de los Salmos Dimas quiere evocarle, a quien conozca el salmo primero, no sólo los restantes versículos de ese salmo, sino el argumento de todo el Salterio[2].

En efecto, cuando en las Sagradas Escrituras un autor sagrado cita el versículo inicial de un libro bíblico quiere remitir a todos su contenido. Y cuando cita un versículo de un pasaje bíblico, quiere remitir al lector no solamente a las palabras citadas, sino a la totalidad del pasaje al que pertenece la frase citada.

A la luz de estos procedimientos bíblicos del paralelismo y de las alusiones a textos y contextos, Dimas quiere remitir su propio salmo a la revelación contenida en todo el Salterio y a su contenido dramático, pero como quien remite a algo que se ha verificado en su propia autobiografía y que él ha entendido a la luz de la vida de San José contemplada amorosamente. De esta manera, coloca su propia vida de creyente en el contexto de los misterios revelados por las Sagradas Escrituras, y asumiendo el mismo estilo en que nos las expone el Espíritu Santo, para aludir a misterios que ha entendido porque los ha experimentado y sufrido en su propia vida.

¿Cuál es el argumento principal del libro bíblico de los Salmos al que quiso aludir Dimas? Es el conflicto entre piadosos e impíos. En efecto: tres son los principales personajes del libro del Salterio: Dios, el justo y los impíos. En la interpretación cristiana: El YO de los salmos es Jesucristo, el Cristo total, Cabeza y Cuerpo místico, que ora al Padre en el Espíritu Santo. Los impíos son “los hijos de la serpiente, la raza de víboras”. El justo padece el hostigamiento de los impíos y se lamenta ante Dios, pero, a la vez, pone en Él toda su confianza.

El salmista contrapone, desde los primeros versículos del salmo primero, en un versículo de cuatro hemistiquios, al justo que no se cansa de escrutar la palabra divina por un lado, y por el otro lado a los impíos que se confabulan tramando sus planes malvados contra el justo:

a) Dichoso el varón que no procede según las pautas de los impíos[3],

b) y no se detiene en el camino de los pecadores[4]

c) ni se sienta en la reunión de los burlones,[5]

4) sino que se complace en leer y meditar la enseñanza del Señor y trata con ella día y noche [Salmo 1, 1].

El justo, pues, 1º) no camina (lo’ halak), 2º) no se detiene (lo’ ‘amád, 3º) no se sienta (lo’ yasháv) con los impíos, los pecadores, los perversos.

La comunión con los impíos progresaría desde el andar por sus caminos, por el detenerse a escucharlos, hasta el sentarse con ellos y participar en sus conciliábulos de prescindencia de Dios y por fin de rebeldía contra la voluntad divina. Esta sería la progresión de una deriva que comienza alejándose desde la amistad con Dios y arrastra hacia una creciente amistad con los enemigos de Dios.

Mediante su salmo, Dimas, por su parte,  enuncia un sintético manifiesto existencial. O si se quiere nos entrega unas ultra sintéticas Confesiones. Éste es el sentido de esta forma de aludir al libro de los Salmos mediante la alusión a la frase inicial del Salterio, la imitación del estilo, el empleo del mismo lenguaje.. Dimas ha compartido, experimentándolas en su vida, las opciones religiosas del salmista y ha padecido como el salmista parecidas consecuencias. Comparte también con él el modo de expresarlas.

La experiencia de fe que refleja el salmo de Dimas es la experiencia de un hombre ya maduro. Dimas lo escribe a sus treinta y cinco años. Esta experiencia es fruto de lo que plantó, siendo adolescente, en el pupilaje del Colegio de la Sagrada Familia y de lo que siguió cultivando en su edad veinteañera, en los círculos de la juventud católica universitaria de Buenos Aires y de Córdoba.

En efecto, en su libro Israel contra el Ángel, libro de juventud publicado en junio de 1921 a sus 27 años de edad – y por lo tanto escrito desde sus veinte o menos – cuando procede a describir “Nuestra Actitud”, es decir, la actitud suya y de su generación de amigos universitarios católicos, Dimas toma distancia de los maestros que guiaban a la juventud de su época: filósofos racionalistas como Kant, espiritualistas  agnósticos como José Enrique Rodó, poetas sentimentales como Amado Nervo o modernistas como Rubén Darío.

Dimas los conoció, y muy bien, los saludó por el camino, pero no se desvió del suyo que es el de la fe católica; no los siguió por sus desvíos, ni se sentó con ellos en sus reuniones, ni compartió sus ideales puramente intramundanos; no fue ni discípulo de ellos ni par entre iguales. La suya fue una lucha nocturna como la del Patriarca Jacob, pero salió victorioso de esos combates.

Como el dichoso varón justo de los salmos, Dimas proclama en el suyo, que ha hecho ya su opción entre el camino de fe y los innumerables desvíos por los que se iban tantos jóvenes contemporáneos. En este salmo suyo lo profesa, como en un sucinto manifiesto vital. O para decirlo con un término que Dimas aprendió con los Hermanos de la Sagrada Familia: este salmo contiene, en síntesis, su testimonio.

El hombre que halló a San José

Dichoso el hombre que halló a San José. Analicemos ahora esta segunda mitad del primer hemistiquio del salmo. Dimas enlaza aquí el comienzo de su salmo con una persona individual concreta en la que ha encontrado su dicha: San José[6]. En él ve, personificada, la revelación de la sabiduría. Ve, vivida y puesta en práctica, de modo ejemplar, toda la enseñanza de los salmos acerca del varón justo; traducida al Nuevo Testamento y aplicada a la biografía de San José. San José pudo leer el Salterio en forma autobiográfica, como cumplido en sí mismo.

En San José culmina el progreso de la justicia antigua; él constituye el primer eslabón con la nueva. Dimas ama, por eso, comparar al Juan Bautista y a San José[7]. En San Juan Bautista ve el Antiguo Testamento que señala la llegada y el comienzo del Nuevo Testamento. En San José, el varón justo, ve el comienzo de la nueva justicia, plenitud de la antigua: la justicia del Nuevo Testamento.

El hombre que halló a San José… La expresión nos evoca aquella otra que leemos en el libro del Eclesiástico: “El que halló un amigo fiel, halló un tesoro” [6, 14]. Esta bienaventuranza nos motiva para leerla en su contexto: Aléjate de tus enemigos y considera y atiende a tus amigos. Amigo fiel es refugio poderoso;  quien lo halla, halló un tesoro. Amigo leal no tiene precio, y su valor es inestimable. Amigo fiel, medicina es de vida; quien teme a Dios le encuentra. Quien teme a Dios endereza sus amistades, pues como él es, así es su amigo.

Las Sagradas Escrituras han sido para Dimas un lugar de encuentro vivencial con San José. Un lugar donde creció en el conocimiento y el trato de amistad con José, el varón justo. Dimas las escrutó, como las escruta día y noche – en actitud de centinela de la ciudad de Dios – el justo del salmo primero. En ellas investigó lo referente a San José y atisbó, a través de ellas, primero el secreto del patriarca José, hijo de Jacob, prefiguración de San José, y luego a San José mismo por comparación con su antecesor.

Si el salmista considera dichoso al que se ocupa de estudiar día y noche la Sabiduría revelada por Dios, y si el Eclesiástico proclama dichoso al que encuentra un amigo fiel, ¿cuál no será la dicha de encontrarse y de trabar trato de amistad con la Sabiduría encarnada, Cristo, y con el hombre más cercano a Él: San José?

Dimas sugiere pues, desde el comienzo de su salmo, que por haberse encontrado con San José, él ha vivido la síntesis de ambas bienaventuranzas: la del Salterio y la del Eclesiástico.

El que encuentra a José se encuentra a sí mismo

Porque la verdad de uno mismo se realiza en la relación santa

“Dichoso el hombre que halló a San José” es una sentencia clave: Ya no se trata solamente de un encuentro puramente intelectual, mediante una lectura meditada de las enseñanzas contenidas en las Escrituras sino que, gracias a ellas, se ha producido un encuentro interpersonal por vía de fe, espiritual. Un trato asiduo y amistoso con un venerado hombre concreto: San José, en el cual esas enseñanzas habitan encarnadas y convertidas en un modelo transformador de la vida por el sacramental del encuentro.

Dimas no se identifica con San José por el camino de una mera gnosis teórica sino por lo que San Ignacio de Loyola llama: conocimiento interno. Un conocimiento infuso que es fruto de una gracia de mimetismo biográfico, pero que no diluye la identidad de cada uno. De San José, su patrono de bautismo, aprende Dimas a reconocer, en los hechos y decisiones de su vida, la mano de Dios que lo ha venido configurando a reproducir en sí una imagen y semejanza – no una copia – del Patriarca y del Santo,. Y esto gracias a un viaje vital en el que se espejan, en la vida de Dimas, aquellos misterios ocultos en los viajes del Patriarca hacia la esclavitud en Egipto y los viajes de San José a Belén, a Egipto, a Nazareth.

En su salmo, Dimas no enumera decisiones propias, sino sucesos obrados por Dios en su vida, aunque, naturalmente, no sin él. Reconoce pues, a esta altura de su vida, misteriosas, místicas analogías, que lo configuran, por llamarse José en su bautismo, con los dos providenciales personajes bíblicos  de cuyo nombre es portador.

Nomen est omen: ‘el nombre expresa un destino’. Dimas se tomó muy en serio su nombre de pila: José Luis. Por eso mismo se dispuso para ser capaz de reconocer como recibidas, es decir, como obradas por Dios en sí mismo, las gracias encerradas en los significados del nombre José: El que crece, el que aumenta, alimenta, hace crecer.

Yosef: el que crece, el que hace crecer, el que añade…

Dimas encontrará el sentido del nombre José, en las palabras de su madre Raquel al imponerle nombre a su recién nacido: “Por fin, se acordó Dios de Raquel y Dios la escuchó dando fecundidad a sus entrañas. Concibió pues y dio a luz un hijo. Entonces exclamó: ¡Ha quitado Dios mi oprobio!” y le puso por nombre Yosef, diciendo: “¡añádame (Yósef) el Señor otro hijo!” [Génesis 30,  23-24].

Ha quitado Dios… añádame el Señor

Si analizamos detenidamente el salmo de Dimas advertimos que consta de una enumeración de  cosas que Dios le ha quitado y otras que le ha añadido. Le fueron quitados bienes (o quizás también ahorrados muchos males), pero le fueron añadidos bienes mayores.

Podas y vendimias. La ley evangélica que contiene, cifrada, el nombre Yosef, no es otra que la enunciada por el Señor: Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que en mí no da fruto, lo corta, y todo el que da fruto, lo poda, para que dé más fruto [Juan 15, 1-2].

Lo que Dios quita al justo por la poda, lo aumentará en frutos de justicia. “Quitó Dios, añádame [Yosef] el Señor”. La Raquel humillada por su esterilidad, es exaltada por el nacimiento de un hijo que salvará del hambre a los hijos de Lía. El ungido, el justo, es perseguido y maltratado por otros elegidos injustos[8].

Esta misma ley que “padece” Raquel, preferida por su esposo pero hostigada por su hermana Lía, gobierna también otros textos bíblicos, como por ejemplo las historias de las estériles que engendran héroes de Dios, o la historia de la elección de David [1º Samuel 16, 6-7, 11-13]: o la historia de las desgracias y posterior exaltación de los antepasados del rey David, el elegido, en el libro de Ruth,

Esta ley sigue vigente en el Nuevo Testamento: por ejemplo en el anuncio de las bienaventuranzas a los pobres de espíritu, a los mansos de corazón, a los que lloran, a los perseguidos. O en el Magníficat en el que María parece referirse no sólo a si misma sino también a su José, su esposo, heredero de David, cuando exclama “derrocó a los potentados… exaltó a los humildes; colmó de bienes a los hambrientos… despidió vacíos a los ricos” [Lucas 51-53].

Como otros ejemplos de esa misma ley del acontecer espiritual, recordemos el himno de San Pablo a los Filipenses: Cristo no se aferró a su condición divina, sino que renunció a su propio querer haciéndose obediente hasta la muerte. Y por eso el Padre lo exaltó dándolo un nombre sobre todo nombre: Kyrios, Señor. Nombre a la vez imperial y divino, sometiéndole todo [Filipenses 2, 5-11]. Así se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza [2ª Corintios 8, 9].

Pero volvamos a Dimas.

Dios quitó: Los de su generación lo olvidaron

Dimas se reconoce a sí mismo como tenido en poco por los hombres, no reconocido, su pensamiento y sus escritos tenidos en poco y olvidados: Los de su generación lo olvidaron ¿Por qué? Porque él no compartía sus pasiones, ni sus entusiasmos, ni sus intereses y ambiciones vividos con olvido de la trascendencia. Ya no se sentaba con ellos en sus reuniones.

Como se lee en una noticia en ocasión de su muerte, a veces parecía no comportarse como un amigo: Su permanente, incansable actividad de estudioso y contemplativo estaba centrada en la Misa. Quedan innumerables notas, apuntes, borradores, redacciones y correcciones que esperan (con poca esperanza) una inteligencia gemela capaz de utilizarlos. Pero no es menos cierto que esa tensión espiritual, por obra de su caridad desbordante y a veces violenta, se derramaba sobre sus amigos, a quienes iluminaba, contagiaba, acicateaba y dirigía sin proponérselo, sin querer ser maestro y en ocasiones aparentando no ser amigo[9].

El celo por las cosas de Dios lo consumía y eso pudo quitarle relaciones o alejarle personas. Incluso convencerlo de dejar Argentina y volverse al Uruguay, renunciando a la cercanía de amigos muy preciados.

No solamente lo olvidaron los hombres de su generación, lo olvidaron también los de generaciones sucesivas hasta hoy. No solamente le dieron la espalda aquellos que caían desde las  virtudes teologales a los abismos de los pecados, sino los que caían desde el primado de las virtudes teologales al culto supersticioso de las virtudes puramente humanas o en la ideo-latría de unos valores genéricos y universales.

Añádame el Señor:

Por el hecho de haber hallado a José, Dios lo sustrajo a Dimas del ruido pero le añadió el evitar que sus días fuesen vanidad ni sus años apresuramiento, mientras otros seguían su locura, y se agitaban para ser de su tiempo. También pertenecen a los bienes que le “agregó el Señor” el entrar en sí mismo y hallar el Reino, el ver su nada y ordenar su vida en silencio, el tener por esposa a Raquel, la mujer más amada[10], el tener que entender en muchas cosas como Marta y sin embargo no perder el reposo como la María de Betania a los pies del Señor[11].

Pero lo más importante que le añadió el Señor aún queda por decirse –como vamos a ver en seguida – y nos lo dice Dimas en el último versículo de su salmo. Allí lo proclama reconociendo en ello la suprema culminación de todos los bienes añadidos a su ocultamiento en el olvido y el silencio del menos-precio, la marginación, el ser ignorado, o simplemente no reconocido[12].

El balance que hace Dimas en su Salmo lo sitúa entonces entre los salmos de acción de gracias en el cual, lo que hay de lamentable, es reconocido pero no es lamentado sino celebrado y agradecido.

Se olvidó, se negó – no supo.

Yendo por la vereda subió al Monte Carmelo

Para terminar, vayamos ahora, de un salto, desde el primero al último versículo del salmo de Dimas. Dimas se reserva hasta el final para manifestar cuál es la dicha más grande que le trajo el haber hallado a San José. Es mucho más que todo lo que ha ido enumerando Dimas versículo tras versículo…

Dimas se había propuesto ir y volver a pie desde su casa a su empleo en el Banco de la Provincia de Buenos Aires con el fin de no disiparse sino de ir pensando y orando por ese trayecto cotidiano. Él iba, confundido entre los transeúntes presurosos, como uno más. Pero no era uno más para el Señor: “Se olvidó, se negó – no supo [pero…] Yendo por la vereda subía al Monte Carmelo”.

Si saltamos así, desde el principio al  fin del salmo de Dimas, yendo directamente desde la primera frase a la última, y si las juntamos en un solo par, veremos que ambas se iluminan recíprocamente y nos brindan un sentido nuevo: “Dichoso el hombre que halló a San José [porque] se olvidó, se negó – no supo[13]. Pero yendo por la vereda escaló el monte Carmelo”.

En lo exterior, nada brillante, ningún distintivo. Un hombre más entre la multitud atareada y apurada de las calles de Buenos Aires. Pero, por su amistad con San José, subía por esas calles hacia la contemplación de los misterios de la fe y el encuentro con Dios. Y asumía un rol oscuro y desconocido pero que sigue vigente con el paso de los tiempos.

En este artificio literario de saltar del principio hacia el final, o de saltar desde el final hacia el principio, imita también Dimas al salmista. Veamos cómo el Salmista en su primer salmo, esconde el sentido más pleno del primer versículo para revelárnoslo en el versículo final:

a) “Dichoso el hombre que no camina según el criterio de los impíos” [v. 1º],

b) “Porque el Señor conoce el camino de los justos, pero el camino de los impíos perecerá” [v. 6º].

Los caminos opuestos, del justo y del  injusto, significan, en el lenguaje bíblico, la manera de vivir del uno y del otro; sus formas respectivas de obrar, de proceder o actuar en sus vidas. Más propiamente de relacionarse con Dios, transitando los caminos de Dios y no los puramente humanos.

El Salmo primero opone ambos caminos porque, como queda dicho, todo el Salterio tiene por argumento esta antítesis de caminos o sea: conductas y destinos. Y todos los hombres son reconocidos como justos o injustos por relación a su actitud ante los caminos de Dios: “ésta es un pueblo de corazón extra-viado que no reconoce mis caminos” [Salmo 94, 10].

Se olvidó, se negó – no supo.

¿A qué olvido, negación y no saber – emparentado obviamente con la subida al monte Carmelo – se  refiere Dimas aquí?

Es, en primer lugar, un olvido de todo lo que creía saber, antes, acerca de Dios; es una  negación de sí mismo y de las cosas mundanas, para dar lugar a un no saber – de la manera como se había sabido hasta entonces – acerca de Dios; para saborear ahora, con un saber sabroso, que está más allá de la pura ciencia. Un saber que es más sabor e intuición directa que discursiva ni racional. Un conocer que es un gustar de Dios.

Ese olvido es, para poner un ejemplo bíblico, el que el salmista le aconseja a la novia del rey que va a las bodas: Escucha, hija, mira: inclina el oído, olvida a tu pueblo y la casa paterna, pues prendado está el rey de tu belleza [Sal. 45, 11-12].

¿Y el no saber? Dimas escribe lo siguiente en uno de sus poemas titulado El silencio de San José: “¡No nuestro silencio, Señor! / ¡El silencio de San José! / Unido a la Sabiduría, / padre nutricio del Verbo. // El silencio que crece, / el agua de la fuente; / el olvido que nace, / el no saber que empieza”[14]

A este “no saber” se refiere San Juan de la Cruz – autor que Dimas conoce bien –  en aquella copla en la que dice: “Entréme donde no supe / y quedéme no sabiendo / toda ciencia trascendiendo. / Yo no supe dónde entraba / pero cuando allí me vi / sin saber dónde me estaba / grandes cosas entendí / no diré lo que sentí / que me quedé no sabiendo / toda ciencia trascendiendo”.

Se trata, de nuevo, de un caso particular de ese “quitó Dios, añádame el Señor”. El Señor parece quitar el conocimiento anterior con el que se creía saber algo acerca de Él, y sustituir un no saber según la razón por un nuevo tipo de saber propio del conocimiento de un tú, de un ser personal, sabor espiritual, una sabiduría que supera la ciencia.

Dios parece quitar las consolaciones y luces de los comienzos, para sumergir ahora el alma en las noches caliginosas del sentido y del espíritu. Pero lo que quita, es para añadir. Para añadir la unión transformante y la fusión amorosa de la voluntad de la creatura con la voluntad divina.

Dimas hablará de “la noche de San José”[15], un no saber por sí mismo que Dios impide (quita) para añadirle, en sueños, un saber cumplido.

En su conversación con San José, Dimas ha descubierto y aprendido de él el silencio, la vida oculta, el olvido de sí por la confianza en Dios, el no saber para ser enseñado y para ser receptivo a la auto manifestación de San José.

Vida ignorada por los hombres, ocultada para ser protegida de los profanadores, pero fecunda por estar al servicio de los designios históricos de Dios, Dios le ha revelado a Dimas el por qué, el sentido último de su propia vida oculta de bancario, sin títulos universitarios, de fiel del común de banco, confesonario y comulgatorio, de transeúnte por veredas atestadas de gente, pero que, justamente por ese camino de ida y vuelta de la casa al trabajo, monótono para tantos, fue aupado a las cimas del Monte Carmelo, es decir las alturas de la unión, del trato íntimo con Dios.

Dimas entendió a San José y se entendió a sí mismo a la luz del dicho paulino: “nuestra vida está oculta con Cristo en Dios”. La vida oculta es el lugar del encuentro amoroso, de la convivencia con Dios [Colosenses 3, 1-4].

Tú y yo, hijos de Dios, cristianos, somos el lugar donde habita el Verbo como habitó en el cuerpo mortal de Jesucristo durante su vida en la tierra[16].

Esta vida está oculta allí donde no se sabía y donde el saber de antes ya no aprovecha. Por eso debe ser purificado y sublimado, quitado, para ser sustituido y aumentado por José, el que crece y hace crecer.

También los hijos de Dios deben olvidar, en el trato de unos con otros, lo que se creía saber acerca del otro, “De manera que nosotros de ahora en adelante ya no conocemos a nadie según la carne […] el que está en Cristo es una nueva creatura” [2ª Corintios 5, 16].

Provisto de estas claves de interpretación, puedes ahora, lector amigo, adentrarte en las páginas que siguen y –  quizás, reconsiderando algo de lo que pensabas saber acerca de San José – disponerte a recibir un nuevo saber-sabroso, acerca del Padre de Jesús por designación divina.


[1] Dimas escribió esto en 1929 a los 35 años de edad, al año de casado y lo publicó a los 36, en 1930, en la revista Número (Agosto 1930) Nº 8, Pág. 75.

[2] Cuando alguien dice: “Aquí me pongo a cantar, al compás de la vihuela” se entiende que alude al Martín Fierro de José Hernández

[3] Los Reshaím: los impíos como opuestos al justo individual, el tsadiq

[4] Jataím: los pecadores. Transgresores de la Ley y excluidos del santuario. El justo no se detiene a conversar con ellos porque contagian sus criterios y conductas impuras. A lo más los saluda al pasar, pero sigue de largo, sin vincularse con ellos.

[5] Letsím: son los irreverentes, los impíos que no toman en cuenta a Dios. El salmista los describe así: “el orgullo es su collar, la violencia es su vestido, su grasa destila malicia, su corazón desborda artimañas, pregonan la maldad y lo celebran, ponen en el cielo su boca y su lengua se pasea por la tierra… por eso mi pueblo acude a ellos” [Salmo 72, 6-10]

[6] Aristóteles examina la eterna cuestión acerca de la felicidad. Y tras refutar, uno tras otro, los errores acerca de ella, concluye que el único bien adecuado a un ser de naturaleza personal sólo puede ser otro ser personal, que esté con él en relación de benevolencia recíproca. En otras palabras, una relación de amistad entre dos personas virtuosas. Ese es el argumento de su Ética a Nicómaco

[7] Por ejemplo en su Carta a un Escultor

[8] Trato de este misterio bíblico del ungido, elegido por Dios, víctima de otros elegidos, en: ¿Mujer por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia. Ed. Lumen, Buenos Aires 1999. Ver el capítulo 3.3 páginas 105 a 127.

[9] Universitas (Revista de la Universidad Católica Argentina) n°7 Octubre1968, Págs. 51-53.

[10] Tuvo mujer fecunda pero Raquel fue la esposa más amada… versículo algo enigmático si se intenta referirlo a Dimas Antuña. Su esposa, Angélica (Queca), era estéril. Quizás Dimas se refiere simplemente al Patriarca José y a San José y, desde aquellas historias, entiende la  esterilidad de su propio matrimonio a la luz de la excepcionalidad, misteriosa pero providencial, de los matrimonios de Jacob con Raquel, y de la esponsalidad virginal de San José y María Santísima. A Dimas se le privó de mujer fecunda, pero se le dio más al darle la que amaba. Quitó Dios, añadió el Señor.

[11] Entendió en muchas cosas pero María no perdió su reposo… Dimas se ve a sí mismo como la Marta que tuvo que ocuparse de muchas cosas (trabajo y cuidados de esta vida) que pudiera parecer que le habrían impedido ocuparse del trato con Dios. Pero, en medio de lo que parecía que Dios le quitaba, el Señor le añadía estar, como María, a los pies del Señor y en comunicación íntima, pues sus ocupaciones no le impidieron una vida de contemplación. Lo que parecía privar, hacía abundar. Quitaba Dios, y añadía el Señor.

[12] No hay aquí un reclamo de la soberbia sino una reivindicación del carisma y de los bienes que Dios le ha confiado, y no de sí mismo por sí mismo.

[13] Asemejado por la gracia con su modelo ejemplar: San José, al cual no suele reconocérsele su rol protagónico y providencial durante la infancia del Hijo de Dios,

[14] Véase entero en páginas 149-150

[15] Ver página 95

[16] Ver Mateo 18, 20: Donde hay dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy yo