LA IGLESIA CASA DE DIOS

Conferencia escrita para el Consejo Arquidiocesano de Mujeres de la Acción Católica de Córdoba, R.A., y pronunciada por el autor en el Real Cine de aquella ciudad, el día 6 de setiembre de 1937, en un acto público organizado por dicha entidad1.

I

Señores:

LA ARQUITECTURA moderna ha descubierto que, para construir la casa del hombre, es necesario fijarse en el hombre. La casa del hombre es para el hombre que la habita. Estudiar al hombre en su realidad física, en sus funciones fisiológicas, en sus necesidades psicológicas; plantear luego el problema de la casa con todo rigor técnico, de manera que cada elemento corresponda a su función, y sólo a su función; suprimir- despiadadamente- todo lo superfluo; despojar a nuestras casas de todo lo que la vanidad, la falsedad o una fantasía, pegadiza les venía agregando y hacer esto hasta lograr, lisa y limpia, una casa desnuda, une machine à vivre, tal parece que fuera su propósito.

Yo no sé si esta arquitectura ha llegado realmente a serlo, ni si ha dado ya todos sus frutos. Pero no puede dudarse de la legitimidad de sus principios, ni de la urgencia de su tratamiento negativo. No es un estilo, no es un sistema, es un método. Es el ejercicio socrático que nos permite escapar de la falsedad de los sofistas. Yo confío que, estudiando al hombre, esta misma arquitectura descubrirá algún día que el hombre tiene algo más que necesidades. Descubrirá por ejemplo, que el hombre, es un ser capaz de alegría, o de ternura, o de grandeza de alma o de actos inteligentes desligados de todo fin útil; que es persona, que tiene un nombre, que es hijo de una tierra, que es, acaso, un hijo de Dios, y, ese día, algún verdadero arquitecto nos dirá plenamente su palabra. Terminará la rigidez ascética. El alma del hombre (el alma, y la persona, y el nombre) se manifestarán entonces en la casa del hombre, y ésta dejará de tener ese necesario aspecto que ahora tiene de sanatorio o de frigidaire. Pero, entretanto, no podemos dudar ni del principio axiomático: la casa del hombre es para el hombre que la habita; ni de sus posibilidades, pues, el arquitecto que edifica la casa del hombre es, él mismo, hombre, y lleva en sí mismo todas esas necesidades que, en la línea de su oficio, está llamado a satisfacer.

Ahora bien, cuando a este mismo arquitecto se le propone la construcción de una iglesia, las nociones más simples, los más elementales ¿qué? y ¿para qué?, parece que se oscurecieran. ¿Qué es una iglesia? ¿Para qué es una iglesia? ¿Qué realidad tiene que contemplar el arquitecto al construir esta casa? ¿Qué funciones tiene que servir? ¿A qué necesidades precisas tiene que someter su técnica? Terribles, oscuras preguntas… Señores, dejemos con ellas al arquitecto.

Yo he prometido, hablaros esta tarde de LA IGLESIA CASA DE DIOS, pero mi propósito no es interpelar a la arquitectura moderna ni a la antigua. El punto de vista de las artes que construyen está fuera de mi competencia. Mi intento es mucho más simple. Quiero hablaros de la-iglesia-casa-de-Dios conforme a mi bautismo y a mi catecismo, pues, como hijo de la Iglesia, para mí también ha sido construida esta casa y, como hijo de la Iglesia, me basta alzar los ojos para ver en el rostro de mi Madre aquella realidad enteramente espiritual, que la construye. -¿Qué es la iglesia? –La casa de Dios. -¿Qué es la casa de Dios? –Mi casa es casa de oración2. -¿Qué es la oración? –Oración es la congregación del pueblo. El que ora congrega la dispersión de Israel. Para edificar la casa del hombre consideramos al hombre en su realidad física; para edificar la casa de Dios es necesario considerar a Dios en su realidad física. Pero ¿qué realidad es ésta? No será Dios en sí mismo, que es espíritu.

Decimos en el Credo: Creo en el Espíritu Santo, la Santa Iglesia Católica, la comunión de los santos. Quien no haya contemplado este misterio de DIOS-CON-NOSOTROS, quien no viva y se mueva en él, no puede edificarle casa. Pero ¿es creíble que Dios more con los hombres sobre la tierra? A esta pregunta del Sabio, a este enigma con que nos tienta la Sabiduría, respondemos: CREO.

Mientras para el profano la Iglesia es una realidad histórica o un concepto jurídico, para nosotros la Iglesia es algo más, es mucho más, es tanto más que casi diría: no es eso. Para nosotros la Iglesia es uno de los artículos de la fe, es decir, una realidad divina, un objeto de contemplación, un misterio, algo actual y viviente, inagotable y santo que puede ser declarado y confesado de infinitos modos.

La Iglesia es la reunión de los fieles, el pueblo de Dios visible e invisible a la vez. Yo sé cómo es llamado este pueblo, cómo es elegido, cómo es entresacado del mundo, cómo está en la tierra y no es de la tierra. Sé cómo nace del agua y del Espíritu Santo, antes no-pueblo y ahora pueblo, y ¡qué pueblo! Real y sacerdotal, rescatado de tribus, y lenguas, y naciones, es decir, liberado de la sujeción natural que tiene toda criatura a tribu, y lengua, y nación, este pueblo entra en la jerarquía3 y se llega a los cielos. A la ciudad de Dios vivo se ha llegado, a la Jerusalem de lo alto; a los muchos millares de ángeles, a la ceremonia y a la iglesia de los primogénitos que están empadronados en el cielo4. Su centro es el altar; su movimiento circular, el coro; su gloria, manifestar el Nombre de Dios en las naciones. Entre la ciudad terrena y la celeste, nuestra Iglesia mantiene la confesión en el tiempo bajo la nube de testigos, y todas las criaturas la rodean aguardando de ella manifestación de los hijos. Y así, pues, para esta Iglesia, para este pueblo reunido, para este Dios-con-nosotros, se edifica la casa.

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Tratando de la Iglesia como casa, San Isidoro de Sevilla tiene este texto admirable: Tabernaculum Moyses Legislator primum Domino condidit; Salomon deinde Templum, prudentia peritus, instituit; nostrorum post haec, temporum fides, in toto mundo Christi atria consecravit5. Primero Moisés, el Legislador, fundó el Tabernáculo para el Señor; luego Salomón, prudentia peritus, con experiencia de Sabiduría, construyó el templo de Jerusalén; después de esto, la fe, en todo el mundo ha consagrado los atrios6 de Cristo.

Cuando Salomón entró en aquel gran misterio de la construcción del Templo, y, como hijo de David que era, vino a dar un cuerpo al Tabernáculo de Moisés, escribió esta carta a Hiram, rey de Tiro: “Tú sabes que David, mi padre, no pudo edificar casa al nombre de Iaveh, su Dios, por las continuas guerras que lo cercaron, hasta que Iaveh puso a sus enemigos bajo las plantas de sus pies. Ahora Iaveh, mi Dios, me ha dado reposo por todas partes; yo por lo tanto he determinado edificar casa al Nombre de Iaveh, mi Dios7”. Notemos esto: el Templo es una casa levantada al Nombre de Iaveh, al Nombre del Señor.

Por otra parte, considerando Salomón la majestad de Dios, se pregunta: “Si el cielo, y los cielos de los cielos, no lo abarcan ¿cuánto menos esta casa que yo he edificado? Mas, para esto sólo ha sido hecha: para que Tú, Señor, vuelvas tus ojos a la oración de tu siervo”.

Finalmente, considerándose Salomón a sí mismo (y está él entonces en el esplendor de su poderío) se pregunta: “¿Quién habrá tan poderoso que pueda edificarle casa digna de él? ¿Quién soy yo para poder edificarle casa? Mas, tan sólo para esto ha sido hecha: Para que se queme incienso en su presencia8.” Y así pues la iglesia, casa edificada al Nombre del Señor, para esto tan sólo ha sido hecha: para que se queme incienso en su presencia.

En el Templo de Jerusalén se rendía culto a Dios profetizando de Cristo. Las ceremonias legales eran especulativas, anunciaban los misterios del que había de venir. Ahora, como cantamos todos delante del Santísimo Sacramento manifiesto, esas ceremonias legales dejan lugar al nuevo rito9, y en nuestros altares se rinde culto a Dios conmemorando a Cristo. La gracia opera, nuestro culto es eficaz, pero en uno y otro caso, la casa es siempre casa de oración, y sólo para esto ha sido hecha: para que se queme incienso en su presencia.

Y decimos incienso porque este incienso “que está hecho de las oraciones de los santos”10, demuestra típicamente los tres aspectos de la oración de la Iglesia. En cuanto se quema, es sacrificio y sacrificio perfecto, holocausto; por la nube, designa la alabanza, la alabanza triunfal que asciende, y por el perfume, indica la vida del pueblo, es decir, lo que del sacrificio y la alabanza se difunde y queda, se percibe y da testimonio de Dios en el mundo.

Notemos, pues, que la oración de la Iglesia tiene un acto supremo que es el Sacrificio. A él converge todo, de él procede todo. El altar es nuestro centro. Pero al altar no se accede ordenadamente si no es por el oficio divino. El coro es la corona del altar, el oficio divino es el movimiento circular de la Iglesia alrededor del Cordero. En el sacrificio está el acto supremo de adoración; en el coro están los millares de Israel, está la voz de la alabanza, la sabiduría multiforme, nuestro enlace con lo eterno. Ahora bien, ese sacrificio ofrecido por el pueblo y que alimenta al pueblo, y esa oración de alabanza que la divina liturgia imprime en las almas, produce en el pueblo una vida. Cristo, vida nuestra, del altar y del coro nace en las almas. Nuestro sustento está en el altar, nuestro aliento en el coro. Eso respiramos, de eso vivimos.

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Pero volvamos. Señores, a nuestras primeras preguntas porque creo ya tenemos todos los elementos que determinan la construcción de una Iglesia. – ¿Qué es la Iglesia? –La casa de Dios.

-¿Qué es la casa de Dios? –Mi casa es casa de oración. -¿Qué es oración? –Oración es la reunión del pueblo. Y esta reunión tiene un centro, el altar; tiene un círculo, el coro, tiene un destello, el Nombre de Dios invocado sobre el pueblo, la vida que, del altar y del coro, viene a informar las almas.

Ahora bien, esta vida que, firmemente asida a lo eterno, se desarrolla en el tiempo, lo hace de diferentes modos. Conforme al movimiento del día da el testimonio de las horas, cada día, alrededor del Cordero; conforme al movimiento del cielo da el testimonio del año en los tiempos o ciclos (pues así como hay cuatro estaciones naturales, primavera, verano, otoño e invierno, así también en la divina liturgia se da una sucesión de tiempos o ciclos en orden a las tres pascuas, Navidad, Resurrección y Pentecostés), y, finalmente, conforme a otro movimiento más misterioso, que no es diario ni estacional, ni está inscripto en un círculo, da testimonio de la peregrinación de la Iglesia.

Sí, nuestra Iglesia peregrina. Roto el velo del Templo, nuestra Iglesia abandonó la Jerusalén de los judíos, y, no conociendo en la tierra ciudad alguna que sea duradera, va en pos de la ciudad por venir, de la edificada por Dios11. Al hacerlo sigue en el tiempo y en espacio una trayectoria que ignoramos. ¿Parábola? ¿Espiral? Acaso una línea tan misteriosa como la del itinerario del Arca del Señor en el desierto, pero cuyo punto de partida es un hecho claramente establecido y cuyo término es otro punto que también nos está firmemente manifestado.

Así como la historia del mundo desarrolla su trama que parece inextricable moviéndose entre el jardín de delicias al principio del mundo y el juicio final que le espera en su término, así también, la Católica peregrina entre dos ciudades. Entre la Jerusalén de los judíos, que abandonamos con los Apóstoles, y la Jerusalén de lo alto12, nuestra madre13, que nos orienta desde el cielo.

Y ved ahí, los caracteres de la oración de la Iglesia determinan los de la iglesia casa de oración. La divina liturgia produce la casa por necesidad interna, de adentro para afuera, como un fruto. Si lo más alto de la oración es el sacrificio, esta casa será ante todo CASA DE SACRIFICIO; si lo que organiza el sacrificio es la alabanza, esta casa ha de estar subordinada al Coro; y si del sacrificio y la alabanza deriva una vida en las almas, si a estos misterios del altar y del coro tiene ordenadamente acceso el pueblo, esta Casa de sacrificio y Casa de alabanza tendrá que manifestar el Nombre de Dios y será Casa de doctrina. Finalmente, si es tradición de los cristianos orar de cara al Oriente, con ello quedará orientada la casa.

Tres necesidades internas, el sacrificio, la alabanza y la manifestación del Nombre de Dios determinan la casa por dentro. Y un misterio más recóndito, una cierta correspondencia con la Jerusalén que esperamos, la orientan por fuera. Casa de sacrificio el altar es su centro; casa de alabanza, el coro determina su estructura; casa de doctrina, el Nombre de Dios invocado sobre el pueblo será su claridad y su belleza; casa de oración, en fin, será casa orientada.

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Ya sus cuatro paredes al ocupar los cuatro puntos del espacio someten en cierto modo al espíritu el sentido de esas cuatro regiones del mundo. Oriente y Occidente, Sur y Norte, cada una concurre con lo que le es propio y a cada una responde sacramentalmente la casa.

Del Oriente viene la luz, el Ocaso es la región de la muerte. Al Oriente, pues, está el altar de la iglesia, y, en el Ocaso, las puertas. Designar las dos partes de la Iglesia, el Santuario y la Nave, es tanto como decir, Oriente y Occidente. El Oriente y el altar convienen de infinitos modos, y los mismo Ocaso y las puertas.

Pero, ¿qué es el Oriente? Vosotros sabéis, Señores, que el Oriente es la región noble del mundo; es la puerta del cielo, el nacimiento de la luz. El Oriente pues, representa a Dios que ilumina al que ora, y el que ora, ora de cara al Oriente en recuerdo del jardín de delicias que perdimos en Edén, al Oriente (y como si deseáramos volver a él), y en vigilia del relámpago que esperamos y que vendrá también del Oriente, para juicio.

Del Oriente, pues, es la luz. Pero esa luz que ilumina y juzga, para el cristiano cae toda sobre el altar. No sólo brilla en lo alto, nos visita; no sólo es luz en el cielo, también es llama en la cera. El sentido de todo esto lo hallamos cada mañana cuando el coro canta alrededor del altar el Benedictus, en el oficio de Laudes. La luz de la madrugada, esa luz limpia, colora suavemente las ventanas del ábside y rodea el altar donde la luz mística, es decir, el cirio (que representa a Cristo encarnado) brilla. La luz del altar brilla dentro de aquella luz del cielo mientras el coro canta: Por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, nos visitó, desde lo alto, el Oriente…

Entre la luz del cielo y la luz del altar, entre el vitral y el cirio, hay una relación precisa, magníficamente celebrada en muchos lugares de la divina liturgia, como entre la Luz increada y el Verbo hecho carne. El cristiano confiesa la luz del cielo en la cera del altar. Tal es nuestra locura. Con un cirio iluminamos el día. Reconocemos aquella luz perenne en ésta, que arde y alumbra, y está unida a un cuerpo. En esa doble luz, de Dios y del Cordero, tienen lugar nuestros misterios; en esa doble luz, del cielo y del altar, se ilumina el rostro del pueblo que ora. Y así, pues, todo lo que es de Dios, el altar, el santuario, en la casa de Dios es Oriente, y , por el contrario, la sombra y todo lo que declina, el ruido, el desorden, lo profano, todo lo que es caída, todo lo que Dios no hizo, queda del lado del Ocaso.

El Ocaso es la región de la ciudad, y de la muerte. Es, en consecuencia, la región del llamado, pues la Iglesia llama de muerte a vida, y de ahí el misterio de las puertas y toda esa estructura del muro del frente, clara como una proposición racional, y complicada sin embargo, y fina, y en su función a su vez tan simple como el órgano de un sentido.

Mirad las puertas. Abiertas y amplificadas por el atrio o el porche, y sin embargo cerradas y como encajonadas por el cancel. Coronadas de torres, afuera; señoreadas del órgano, adentro; estorbadas de mendigos, para estrechar el paso, y asistidas de pilas de agua, claras como espejos. Nada de esto es sin motivos profundos. Todo esto está exigido por la caída, por el Ocaso.

Las campanas llaman a todos y el atrio o el porche se ensancha para recibir a todos y hasta el reloj advierte también a todos, del tiempo que pasa. Pero el que llama nos llama de las tinieblas a su admirable luz y de ahí que no haya entrada rectilínea de la calle al santuario. Con sangre nos ha rescatado de la vana disputa y palabrerío de este siglo. Inútilmente repercute en el atrio la multiplicidad, y el desorden, y el ruido. La puerta abierta es una puerta cerrada. Hemos de entrar torciendo el camino, estrechándonos por estorbo del mendigo que nos tiende la mano (imagen dolorosa de Cristo, espejo donde nos hemos de mirar primero antes de alzar los ojos; cosa inesperada y viva, primer aviso de la presencia de Dios; advertencia muda que nos dice: ¿y qué tienes tú que no hayas recibido?), y hemos de tomar luego agua bendita, que es agua del costado de Cristo.

Vimos antes que el muro de Oriente es simple. El muro de Oriente es instrumento de visión. Su generación es como la generación de la luz. Con un poco de preciosismo diría que es algo esférico, que tiene parecido con el globo del ojo. Es la visión de Dios y del Cordero, el altar está allí como la pupila en el ojo, como luz en la luz.

Por el contrario, el muro de Occidente es complejo. Participa de nuestra miseria. En su amplitud y sus vericuetos tiene algo de oreja y oído, algo que se abre y se reserva. Afronta a la ciudad; tiene que erguirse y dominar. Llama, y tiene que defenderse de su propio llamado. Tiene que acoger, y está obligado a escoger. De ahí su construcción contradictoria, con las torres que han de dominar, y las campanas, claras, de bronce, para que golpeen fuertemente sobre el ruido servil de la ciudad y sobre ese cansancio inútil y ensordecedor del mundo; y el porche o el atrio han de ser amplios (los brazos de Cristo son brazos abiertos), y sin embargo, luego de ese llamado del bronce y de ese generoso acoger a todos, cada uno ha de ser probado, uno a uno, en el misterio del pobre, y en la limpieza del agua, y en la separación de la Cruz – pues la contrapuerta de madera no es otra cosa que madera de la Cruz puesta, interpuesta, entre lo santo y el mundo. Y así, aunque todos son llamados pocos entrarán efectivamente en el silencio que conduce a los sagrados números, y de pocos será esa armonía perfecta que figura, sobre la economía repartida de las puertas, la callada tubería del órgano.

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Señores: Oriente y Occidente son las dos puertas del cielo. Pero, ved ahí, la luz de Dios que nos ilumina y el pueblo que Dios traslada de las sombras a esa admirable luz, se encuentran en el altar. La casa está orientada en la línea de la luz, mas, para que no sea vano ese llamado de la luz y ese venir hacia la luz, la mesa del altar divide con la línea de los dos polos del mundo, la línea de las dos puertas del cielo.

Si la iglesia tiene Oriente y Occidente, el altar tiene Sur y Norte; si es misterio propio de la casa tener Oriente y Ocaso, misterio propio del altar es tener Sur y Norte. Sur y Norte son aquí los dos extremos, los dos cuernos del altar, la Epístola y el Evangelio – y el lugar que los rodea, y las credencias que los sirven, y las dependencias que les están subordinadas.

Sur es el lugar de la preparación. El cornu judaeo-rum, el cornal de los judíos, como diría Berceo. El lado de la Epístola, de la profecía, de la credencia de los vasos sagrados, de los ministros sentados en majestad. El lado de la preparación y de la entrada, el lado de la sacristía (figura de la Sinagoga), el lado en fin de todo lo que dice el Señor cuando dice: Salus ex Judaeis14, y de todo lo que dice el Espíritu que anuncia: Dominus ab Austro veniet15, vendrá el Señor del Sur.

Por el contrario, el Norte es el lugar de la palabra, el cornu Gentium, el cornal de las naciones. El lado de la Autoridad y el Evangelio; el de la credencia a donde se ponen las luces, y el del escabel de los niños acólitos, figura de los gentiles. El lado del trono del obispo; el lado del cirio pascual y de la palabra de Dios. Si, como parte subordinada al altar, la sacristía, imagen de la Sinagoga de donde sale Cristo encarnado, está al Sur, como consecuencia del Evangelio, el púlpito, que es madera de la cruz, está al Norte.

La línea de la luz es, pues, cruzada por la piedra del altar, y eso produce aquel misterio de autoridad y eficacia que es locura para los gentiles y escándalo para los judíos. Porque en la línea de la luz, entre las dos puertas del cielo, los gentiles se preguntan: -¿Cómo, los cuernos del altar, los judíos y el evangelio nos darán la verdad del logos? La luz natural que es claridad de la razón ¿habrá de ser iluminada por un cirio de cera?

Mientras que en la línea de Sur a Norte, aquella inmensa expectación de la promesa y aquellas ceremonias de la Ley, tropiezan con este puro rayo de luz que ilumina las tinieblas, que consuma los antiguos ritos, que trastorna la Sinagoga, que destruye el Templo, que cambia totalmente la dirección de la casa de Dios (pues el Templo y la Sinagoga miraban, al revés de la iglesia cristiana, al Occidente), y llama a todos a sentarse con Abraham e Isaac y Jacob en el banquete del Reino.

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-Vendrán de Oriente y Ocaso, y del Norte y del Sur, dice el Señor, y se recostarán a la mesa en el Reino de Dios16.

Señores, ved ahí, pues, que estamos delante del altar, Oriente y Ocaso, y el norte y el Sur nos han traído a este punto de intersección de las regiones del mundo. El altar es el centro de nuestra vida, el centro de la Iglesia de Dios; debe ser, pues, es, el centro de la casa de Dios. El edificio ha de gravitar sobre el altar. Todo debe converger a él, todo debe deducirse de él. El altar debe ser algo evidente, algo rotundo, algo desnudo. Entrar en una Iglesia no debe ser otra cosa sino dar de rostro con el altar. En fin, que quien no tenga inteligencia del altar no debe edificar esta casa, pues no sabrá orientarla ni sabrá cuál es el fin de su movimiento.

Señores, yo creo que San Pedro de Roma, es, como monumento, algo muy discutible. Inferior, indudablemente, a Santa Sofía, cualquier alma cristiana puede preferirle una catedral románica o gótica, como expresión más viviente y más honda de la fe. Pero esa basílica celebérrima, magníficamente comenzada y torpemente concluida, tiene este mérito indiscutible: está levantada para el altar. El altar es allí lo que debe ser, es decir, todo. El altar se alza como debe alzarse, único, desnudo, visible; presentando crudamente la mesa con los seis candeleros, tres a la derecha y tres a la izquierda del Crucifijo, bajo aquella pompa magnífica del baldaquino y bajo aquella luz dorada de la cúpula, que lo inunda.

Porque, Señores, ¿en qué consiste, qué es el altar cristiano? La cosa más sencilla del mundo: es una mesa. La última cena fue la primera misa, y así, pues, nuestro altar es una mesa. Pero como esta cena es un sacrificio, la mesa descansa sobre reliquias de mártires; y como este sacrificio es sacrificio espiritual, algo, sobre esta mesa, designa al Espíritu de Dios. Finalmente, como estos misterios son propios del sacerdote, pues a él solamente le han sido dados y sólo él los ofrece y los hace, el altar está colocado sobre gradas en número impar, que insinúan la jerarquía, y que no es lícito subir si no se está ordenado.

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Consideremos con la mayor claridad posible la estructura del altar. Consta de tres partes, como veis. La base, la mesa o piedra y las luces. Sobre las gradas que hemos dicho (gradas en número impar: una, o tres, o cinco) se alza la base, que, cuando se llena está formada por el sepulcro de un mártir, y, sirviendo de tapa al sepulcro, está la piedra o mesa del altar, que es necesario que sea de piedra natural y sin fractura, es decir una sola piedra, una sola losa. Y sobre esta piedra única, cubierta por el mantel de lino, la mesa espiritual no admite otra cosa sino un Crucifijo y seis candeleros, tres a la derecha y tres a la izquierda de la Cruz.

El sentido de todo esto es evidente. La base, es decir el sepulcro, es decir, los huesos de los confesores que dieron su vida por la fe, representa a la Iglesia. La piedra, la piedra única ungida con cinco unciones de crisma sagrado, es Cristo; Cristo unido a la Iglesia, incorporado a ella. Y sobre Cristo y la Iglesia – pero oíd al profeta. En las profecías que anuncian nuestro altar leemos: ”Yo haré venir a mi siervo el Oriente. Y ved aquí la piedra que puse delante de Jesús: sobre esta única piedra hay siete ojos”17.Sobre esta única piedra vemos, pues, la cruz y seis luces. Tal es el altar cristiano. Así adoran al Padre los verdaderos adoradores, en Espíritu y Verdad: en la verdad de esa piedra única, ungida con cinco unciones, y en el Espíritu de esos siete ojos que son los siete espíritus de Dios18 y que sólo descansan sobre Cristo y la Iglesia.

¡Qué admirable sencillez! Acaso a fuerza de ser simple y terrible no advertimos su lección. Gradas, base, mesa, luces, ¿qué quiere decir todo eso para el alma? ¿Qué altar es éste? Esta mesa de piedra puesta sobre gradas en número impar y cuya base es un sepulcro, ¿qué nos enseña? Indudablemente, su primera lección es la muerte. Sí, la primera lección del altar es la muerte y, si no anuncia la muerte, engaña. Subir al altar de Dios es subir esas gradas que son en realidad los grados de la vida espiritual y no enseñan en definitiva otra cosa sino a morir. El secreto del cristiano, su secreto incomunicable, es éste: que sabe morir, que ha muerto, y que si vive, vive vida de Dios.

Ahora bien, la segunda lección del altar es la vida. Pero como veis es vida que ha superado la muerte, vida sobrenatural. Vida que dice: Vivo yo, mas, no yo, Cristo en mí19. Hijos de la resurrección nos alimentamos de Cristo, comida gloriosa, y notad que este alimento es ofrecido y nos viene, del altar, sí, pero del altar que está vestido por un mantel. Este mantel blanco, limpio, de lino, a derecha e izquierda de la mesa, debe caer casi hasta el suelo, pero por delante no ha de caer de ningún modo, ni pasar mucho del espesor de la piedra. Delante el mantel debe dejar a la vista la base del altar, esto es, el sepulcro.

Es claro que este mantel de lino designa la pureza de la mente, la novedad de vida; es la túnica de la resurrección, la ropa blanca de los bautizados, y, como es lógico, no puede en modo alguno disimular la lección de la muerte, ni ocultar a los ojos el testimonio de la fe, y así, no debe caer por delante. Mientras que por los lados es necesario que caiga casi hasta el suelo, pues delante del Señor comemos y bebemos (comemos y bebemos en la comunión de los santos) recostados a una mesa preparada desde el principio del mundo y puesta, para vida nuestra (o para juicio), en la línea de aquel misterio del Sur y del Norte de que hablamos, es decir, de la salud, que nos viene de los judíos, y del evangelio entregado a las naciones.

Finalmente, la manifestación de nuestra vida (de nuestra vida según vivimos del altar), está significada por la Cruz y las seis luces. Seis cirios, seis candeleros, con luces de cera, tres a la derecha y tres a la izquierda de la Cruz.

Así como el pensamiento o la palabra son signos de la vida racional, así esta Cruz y estas luces indican el misterio de sabiduría adonde somos introducidos por Cristo. La Cruz, centro del altar, está ahí, en el medio, como explicación de la base y la piedra, es decir, de nuestra muerte y nuestra vida; como la razón del altar y del mantel, es decir, de lo que allí es sacrificio y de lo que allí es alimento. Esta Cruz del altar es ciertamente la vara sacerdotal, lo que rige todo. Porque atrae todo a sí, nos hace subir las gradas, y porque produce nuestra muerte mística nos da vida oculta en Dios.

Pero si todo eso se advierte en el orden vertical, digamos, en el orden del sacrificio y según los grados de la subida, más se manifiesta en el orden celeste, en el orden de la iluminación, como centro de esas seis luces que la Cruz perfecciona y entrega dándoles una razón septiforme. Porque sobre nuestra muerte y nuestra vida (como la admirable Ascensión sobre la Pasión y la Resurrección), atestigua a la Iglesia que ha sido dado el Espíritu, y, poniendo en el medio la T de temor, nos descubre los misterios del candelero de los siete brazos20.

De cara al Oriente (según oramos en el recuerdo del jardín que perdimos), esas seis luces dan el testimonio de la nueva criatura. Son los seis días del Génesis, los seis días de la nueva Creación que nos muestran, en medio, el reposo del sábado. Y delante del Ocaso (en la vigilia del relámpago) esas seis luces avisan de las seis acusaciones del juicio, de las seis justificaciones de los pobres, y muestran en medio (y, cierto, cuando todavía el tiempo es nuestro), la medida del Juez.

Por eso tienen un sentido tan hondo esas luces de cera, esas luces que el sacerdote aviva cada día con las seis peticiones del Pater, y ese Cristo en mitad de esas luces, a quien clama el pueblo para ser librado y que parece responder al pueblo en la extensión de sus brazos. Como si el Señor nos dijera: -Yo soy el Dios Amén, soy el sello del Padre; yo soy el Amen ciertísimo y secreto del Pater. Vedme aquí que os digo en medio de estas luces, de todo lo que estas luces alumbran, de todo lo que en estas luces arde: Consumatum est, missa est21, apresuraos a entrar en el reposo.

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Señores, los misterios cristianos son misterios terribles. El sacrificio del altar es llamado tremendo. Conviene, pues, que el altar sea una cosa desnuda y grave, que las gradas, la base, la piedra, y el mantel, y las luces aparezcan a los ojos de la cara conforme a lo que está mandado. El altar desnudo tiene su lenguaje. Detiene, habla, nos lleva de lo visible a lo invisible.

¿Queréis vestir el altar? Es inútil amontonarle un fárrago de cosas. La corona del altar es el coro; su ornamento, el pueblo; su esplendor, la misa. El altar está vestido cuando el Sacerdote y los ministros se acercan a él para ofrecer; esa es su ropa de hermosura, para eso es altar. El altar resplandece cuando el sacerdote y los ministros lo rodean de incienso y el coro canta los Kyries; cuando el sacerdote levanta el cuerpo de Cristo, en la pausa del Sanctus, y el órgano responde a ese gesto augusto con las voces del Ocaso, con el anhelo profundo de la criatura. El altar se precisa, como un dibujo, cuando en medio de él, frente a los brazos de la Cruz, se alzan los brazos (también en cruz) del Sacerdote, y su voz recita las seis peticiones del Pater que luego el pueblo consuma. El altar es glorioso, entra en el fervor del día, cuando bajo esa misma Cruz, tan simple, vemos que el Sacerdote y los ministros se vuelven al pueblo como los tres ángeles que se aparecieron a Abraham, nuestro padre, debajo del árbol, y vienen a nosotros según la promesa de aquellos mismos ángeles, acompañados de la vida…

Y yo sé que tiene también su belleza en tiempo oportuno, naturalmente, poner unas flores frescas, no de trapo, frescas y pocas, entre esos seis candeleros de bronce. Y sé que tiene su riqueza (como ocurre en los grandes, días de la Resurrección o Pentecostés), poner también entre esos seis candeleros los relicarios preciosos en que florecen los huesos de los mártires. Pero es necesario cuidar que todo eso sea en modo menor, que la hiedra no mate al árbol, que la fuerte y grande, y visible lección del altar no quede sumergida debajo de un amontonamiento.

En el Río de la Plata, de España hemos heredado la superstición disparatada del retablo. Esto llega a tal extremo que muchas veces es difícil hacer comprender a alguien qué es el altar y qué es el retablo. Del hecho desgraciado que los dos estén juntos, se hace del altar la peana del retablo y la mesa de nuestros misterios resulta una pestaña de atril. Es un accesorio indiscernible, algo que se pierde bajo aquellos treinta o cuarenta metros de dorados y hornacinas que lo superan y absorben toda la atención. De esto se sigue también que nuestras iglesias resulten un recinto vacío con paredes adornadas y que, la cúpula, que es la gloria, que es lo más noble de una iglesia de cruz latina, se eleve en el vacío. No glorifica nada, no corona nada. Derrama luz inútilmente sobre las cabezas ridículas de unos cuantos caballeros que, por inadvertencia o por razón de sus cargos, han venido a quedar colocados debajo de la gloria.

Roma, en las basílicas patriarcales, enseña otra cosa. Allí los ojos y la inteligencia descansan, allí los ojos y la inteligencia encuentran un supremo placer, una satisfacción lógica al hallarse delante de aquel altar desnudo y que habla, delante de aquella piedra o mesa adonde nos lleva toda la fábrica, rápidamente, con una enérgica presión de líneas.

Yo creo que entre nosotros (y ya empieza a suceder esto) cuando separemos el altar del retablo habremos dado un paso para la inteligencia de la misa. Y el día que coloquemos el altar en su lugar, en su centro, con gloria y honor, las naves de nuestras iglesias conducirán a algo, la cúpula coronará algo, los brazos del crucero serán brazos de algo, el edificio, en fin, cobrará vida. Tendrá un ritmo. Gravitará sobre el altar. Será lo que es, lo que debe ser, un tabernáculo, una tienda, un palio. Señores, la iglesia no es otra cosa sino eso: el palio del altar.

I I I

El altar es el centro de todo. La iglesia es el palio del altar. Pero al altar no se accede ordenadamente si no es por el Coro. Nexo entre el altar y el pueblo, el Coro organiza el sacrificio y nos organiza alrededor del sacrificio. Consideremos, pues el Coro.

El Coro es la expresión de la divina liturgia; es su rostro, su voz. Boca del pueblo, profiere lo que la iglesia padece de los divinos misterios; respuesta de las criaturas, es la noticia clara, cum laude22, que opera la unidad. Por él somos uno y no muchos; por él somos pueblo y no público; por él la multitud es un solo ser, un solo Israel de Dios. En el Coro la sabiduría multiforme juega delante de la unidad inmóvil, y de ahí su movimiento que, de afuera hacia adentro conduce la creación al reposo, y, de adentro hacia lo alto, la levanta como por llama de fuego.

Al recorrer el círculo del año el Coro distingue los días y manifiesta los tiempos, y, según opera en las almas, ordena el día y redime el tiempo. Afuera, consuma el salmo en la doxología, enlaza el tiempo con la eternidad, junta nuestro ahora al siempre; adentro, al hacernos partícipes de los misterios de Cristo, cada día conduce el día de cada día a aquel HOY asistido y en cierto modo intemporal, que está en el día pero no es del día.

Leemos en la Escritura esta pregunta: ¿Por qué un día se prefiere a otro día, y una luz a otra luz, y un año a otro año, siendo uno mismo el sol? Y el Sabio responde: -Por el saber de Dios fueron distinguidos los días. El distinguió las estaciones y sus días testigos y en ellas se celebraron las solemnidades a su hora. Dios hizo unos días grandes y sagrados y otros dejó en el número de los días comunes23. Para nosotros Señores, este saber de Dios que distingue los días está encarnado en el Coro. El hace unos días grandes y sagrados; él santifica (acaso sin nosotros) los días comunes, él es quien nos lleva de un año a otro año de una luz a otra luz.

Porque ved ahí: así como hay cuatro estaciones naturales en la tierra, en la liturgia, que es celeste, se dan tres ciclos cuyo núcleo lo forma en cada uno, una pascua: Pascua de Navidad, Pascua de Resurrección, Pascua de Pentecostés. A la inversa de lo que se dijo a los antiguos: “Todo varón tuyo comparecerá tres veces al año en presencia del Señor Dios tuyo”24, parece que el Señor Dios nuestro tres veces al año comparece ante la humildad de su Iglesia, para infundir en su pueblo los misterios de la vida divina. Esas tres Pascuas precedidas y seguidas de tiempos especiales, nos llevan de un día a otro día, de una luz a otra luz.

Adviento que es tiempo de deseos, por penitencia mitigada nos lleva a Navidad, y esta pascua gozosa se prolonga en los admirables misterios de Cristo nacido. Luego Septuagésima y Cuaresma ponen al hombre frente a su miseria y lo llevan por penitencia rigurosa, con su pecado a cuestas, hasta la gran semana, la semana pascual por excelencia, que inmola al Cordero y que, con la gloria de la Resurrección, da comienzo a los cuarenta días en que Cristo Resucitado nos habla constantemente del Padre y del Espíritu, y aparece a su Iglesia, cerradas las puertas, para decir a todos: -¡Paz a vosotros, no temáis!

Finalmente, la pascua de Pentecostés, la pascua del fuego, precedida de diez días de oración en unión con María, inaugura un largo período de más o menos veinticuatro semanas que se llama la peregrinación de la Iglesia. Este ciclo no está ya partido, como los otros, en violeta y blanco, en penitencia y gozo. Aquí nos guía el color verde y una consideración especial de los misterios según tendemos a ellos redimidos en esperanza.

Y, en fin, que, dentro de este clima general de los ciclos, se mueve sobre nuestras cabezas todo un cielo de estrellas. Memoria de los santos y celebraciones de sus nobles fiestas que aparecen y presentan encuentros, contrastes, analogías o admirables correspondencias con aquel otro ambiente más intenso de los tiempos, dentro del cual van encendiendo las luces de sus días que pasan.

Pero el Coro no atestigua solamente en el círculo del año. En el Coro está aquel ángel que removía las aguas, aquel cuchillo agudo que llega hasta la división del alma. El Coro es presencia y vigilancia. A aquella pregunta del Señor en su evangelio: -¿No son doce las horas del día?25, el Coro responde, como por fuego, cada día: -¡Señor, son siete! Aquí está –dum médium silentium- la hora de Maitines; la hora que guarda las velas de la noche y se embriaga de rocío en Laudes; y aquí está la hora de Prima, nuestra oración de la mañana; y Tercia, que recibe al Espíritu aposentador del Esposo y así precede la misa; y Sexta, la pausa meridiana, la hora del Padre Omnipotente; y Nona, que recuerda aquél “e inclinó la cabeza” del Hijo, y Vísperas, cuando se inclina el día, y Completas, la oración de la noche, la hora preciosa y breve.

Como Israel al conquistar la tierra prometida, el Coro circunda cada día, la ciudad que Dios ha puesto en nuestra mano. Esta ciudad se llama Jericó, según se interpreta multiplicidad, y se llama Jerusalem, que quiere decir visión de paz. Esta ciudad es nuestra propia alma redimida que el Coro rodea siete veces, y siete veces siete, hasta que las trompetas que sirven en el jubileo hacen caer los muros de la multiplicidad, y cada uno sube, por el lugar que cada uno tiene delante de sí, a la ciudad santa que baja del cielo, de la presencia de Dios, como visión de paz.

*

Si el testimonio del Coro es tan claro en el círculo del año, y si su acción es tan honda en las almas, ¿cuál no será, Señores, su operación en la casa? ¿Con qué rigor no imprimirá en ella su carácter? ¿Con qué seguridad no trazará para ella una ley cierta?

He dicho antes que quien no sepa lo que es el altar no puede edificar esta casa porque no sabrá cuál es el fin de su movimiento. Os digo ahora que quien no tenga inteligencia del Coro tampoco puede edificar esta casa, porque no sabrá cuál es el ritmo de su movimiento, ni qué belleza le es propia.

Casa de sacrificio su centro el altar. Casa de alabanza, debe ir hacia el altar según las leyes del Coro, y, sólo así, es decir, yendo solamente al altar y no a diferentes lados a la vez, y yendo conforme a las leyes de la oración, y no por fantasías de hombres, la casa podrá ser, genuinamente, por sí misma, casa de doctrina.

Parece que en la iglesia el Coro rige ciertas cosas e inspira otras. Al distinguir los días y manifestar los tiempos, el Coro determina el color de cada día y ciertos matices propios dentro de cada estación. Por ejemplo, ahora admite algunas flores, ahora las prohíbe en absoluto; ahora dentro del violeta del tiempo, nos da una rosa (en Gaudete o Laetare); ahora, dentro de esa misma penitencia general, pone un día de blanco o de negro, canta un Gloria en Cuaresma, o celebra un Requiem.

Determina, pues, en el altar, el color; en la nave, las actitudes del pueblo (postraciones, arrodillamientos, o el estar de pie o sentados); y, en el órgano, el espíritu de la música.

El órgano le está directamente subordinado. Ciertos días lo hace callar; en otros le da lugar, en tiempo oportuno, según lo que conviene a la oración. El Coro circunscribe a ese mar su término; pone ley a esas aguas para que no pasen sus límites, y sopla sobre ellas. Para que la música sea allí voz del Señor, sobre las muchas aguas, sacudimiento saludable que nos aleje del sentido y nos incline a oír.

Sí, determina el color y rige la música. Cuelga cada día la cortina del santuario y enfrena el órgano para que no haga divertir de los divinos misterios. Pero mayor es su alcance en lo que inspira que en lo que rige, y, en este sentido, como vaso de inspiración, como modelo espiritual mostrado en el monte, podemos decir que el Coro dicta sus leyes a la casa.

De él nos viene el sentido de las figuras para la ordenación del retablo; el tema de los tiempos, para las vidrieras; la inteligencia de los Testamentos, para todo lo que es alusión o símbolo. En la salmodia nos muestra cómo debe progresar la nave de una iglesia. En el responsorio nos da las esculturas entrelazadas de un porche. En la antífona concierta la canastilla del capitel. En los himnos, las gemas y la coruscación del mosaico. Sus lecciones discurren, se ensanchan límpidamente, trazan el noble espacio de una capilla… ¡Y qué sombras, y qué luces! ¡Qué cripta, en el ululate pastores26, o en las lamentaciones de Jeremías, o qué concierto del ábside en las figuras convergentes de las lecciones de la Sabiduría!

*

Señores, el Coro no es un lujo, no es un capricho, es una necesidad. Algo de las cosas de Dios puede ser dicho, pero mucho más es inefable, y, precisamente para decir de algún modo lo inefable, es necesario abrir la proposición en el Salterio. Todo ese mundo adonde nos llevan la fe, la esperanza y la caridad; todo ese océano adonde tiende nuestra vida es para nosotros incerta et occulta27. Sólo por la oración de la Iglesia podemos entrar en él y recibir, en los vasos del salmo, lo que rebosa el Espíritu.

Ahora bien, para hacer una cosa en menester un hombre que la haga, y, ved ahí, en todo hombre faber, en todo hombre que hace, tienen que darse dos cosas: al arte y la inspiración. El arte se aprende, se ejercita, es una virtud. La inspiración no es virtud, la inspiración se recibe. El artesano la recibe de su tiempo, de su cultura, de su demonio, de su fe… ¡Qué sé yo! Eso habría que examinarlo en cada caso. Pero lo que interesa ahora a mi propósito es mostraros claramente que, para construir una Iglesia, es necesario que el arte del artesano se dé en un hijo de la Iglesia, es decir, en un cristiano que haya visto el rostro de su Madre, que haya oído el timbre de su voz, que tenga un cierto sentido de su belleza, que haya bebido, en fin, en los vasos del salmo.

Cuando eso se da, cuando ese sujeto odioso y monstruoso, el artista, ha sido convenientemente aniquilado, el Coro litúrgico, no como regla de arte (que no es eso), pero sí como modelo espiritual, como modelo mostrado en el monte, hace su operación en la casa. Y con un ritmo, con una seguridad, con un acierto, con una libertad tan gozosa, con una riqueza tan humilde se levanta entonces una iglesia, que, adonde quiera que miremos, sea el altar, sea las puertas, sea a la sacristía, sea el púlpito, todo dice una misma cosa, todo concurre a un mismo efecto, todo trasmite la alabanza. Desde las imágenes sagradas, que hablan, pero no declaman; desde la lámpara del sagrario, que por algo es de plata y de aceite; hasta la pila del agua bendita y hasta el espacio bien medido del atrio, todo vemos que en la iglesia se levanta como María después de recibir al ángel del Señor, cum festinatione28, y va a la montaña, es decir al altar; a una ciudad e Judá, es decir, al Coro; y entra en casa de Zacarías, que se interpreta victorioso, y canta allí su Magnificat.

Por el contrario, quitado el Coro, la Iglesia pierde el decoro. Roto el nexo entre el altar y el pueblo, se relaja el vínculo de la unidad, y, el pueblo (que insensiblemente ya no es pueblo sino público) pierde el sentido de la ceremonia.

Todos van a la Iglesia pero cada uno va a lo suyo. Cada uno tiene una intención privada, cada uno tiene una iniciativa, a cada uno se le ha ocurrido, una idea. Cuando toda esa multiplicidad hace su irrupción en la casa, ya no se trata de que ésta sirva, toda ella, al fin espiritual que la especifica. No se trata ya de que sea como Bethania, casa de obediencia. Se trata simplemente de saber qué cantidad de cosas será posible meterle dentro para dar gusto a los ojos, y, hasta dónde, un edificio que después de todo es un espacio limitado, podrá seguir recibiendo los aportes de las iniciativas.

¡Ay del pueblo, si no está formado por el Coro! ¡Ay de la casa, si no recibe su ley de la oración! Asimilada al teatro, al club, a la sala de conciertos, ya no llevará el Nombre de Dios sobre los hijos, ya no será la nave maternal. De casa de oración ha parado en casa de distracción. O de competición, cuando empiezan los celos; o de audición, cuando se desata el órgano.

IV

Señores, aquel varón santísimo que tenía por qué saber lo que es el culto de Dios, Moisés, nos ha dejado esta oración por el pueblo: “Perdone el Señor nuestra iniquidad; vaya el Señor en medio de nosotros, y nos posea”. Sobre lo que ya hemos dicho del altar y del coro, con estas palabras del Legislador saquemos brevemente, acerca del pueblo, las consecuencias que entrañan aquellas premisas.

Mirad, el pueblo cristiano que acude a la casa de Dios para ofrecer una ofrenda pura por mano del Sacerdote, y un sacrificio de alabanza por boca del Coro, según hace esto, de Dios recibe limpieza, luz y una cierta gracia de unión. Si Dios, pues, en la iglesia, perdona nuestra iniquidad, habita en medio de nosotros y nos posee, algo en la casa corresponderá a la limpieza del pueblo, algo a la iluminación del alma y algo a la unión con Dios.

Lugares de purificación son el bautisterio y los confesionarios; lugares de iluminación, el púlpito y las sagradas imágenes; lugares de unión (aparte de que lo es la iglesia toda), los altares y las capillas29.

Pero notemos esto: cuanto hemos dicho del altar y del coro se refiere a la iglesia toda, al pueblo como pueblo, a la reunión en acto que alaba a Dios. Lo que ahora decimos se refiere también al pueblo, pero en cuanto el pueblo está en cada alma y en cuanto cada alma para incorporarse con vida a aquel cuerpo divino de la Iglesia, tiene necesidad de pureza, luz y gracias de unión. Estos lugares sirven al altar y al coro. Como la sacristía, como los ornamentos, como los vasos sagrados, proveen a la debida preparación de los que reverencian a Dios para su culto.

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Y, desde luego, que, en la reunión de los fieles, no puede entrar un infiel, así sea un recién nacido. De ahí, pues, el bautisterio, aunque ordenado a la casa, esté fuera de la casa.

El bautisterio es nuestro altar de los holocaustos. En este altar que estaba en el atrio del Templo, se sacrificaba el animal; en nuestra pila bautismal, que también está fuera del recinto sagrado, muere el hombre animal, el que no puede percibir las cosas de Dios. Muere de la muerte de Cristo, y resucita de su resurrección, y, como hijo de la resurrección, es incorporado a la Iglesia ungido, vestido y alumbrado. Ungido de crisma, y vestido de blanco y alumbrado de cera – como un altar.

El bautisterio, pues, fuente de la resurrección, conviene que sea, como el Santo Sepulcro, de piedra. Y conviene que en la piedra se dé aquella relación del octógono y la circunferencia, es decir, que ofrezca la piedra el agua bautismal dentro de esa circunferencia de la divinidad, en cuyo seno morimos y nacemos, y presente exteriormente los ocho lados del octógono, que insinúan el misterio de la vida nueva, recibida allí del agua y del Espíritu Santo.

Pero ved ahí que, bautizado el hombre, aún se puede dar en él el pecado. Para limpiarnos del pecado están los confesionarios, sedes del juicio. Y los confesionarios son de madera, madera de la Cruz, conforme Dios ha dado el juicio al Hijo, y el poder de perdonar los pecados a los hombres, y la sangre de ese perdón a la Cruz.

Agreguemos a los confesionarios sus hijos. Los bancos de la iglesia son hijos de los confesionarios, como la debilidad es hija del pecado, o, la cicatriz de la herida. Lo perfecto sería que la nave de la iglesia estuviera vacía y que, vacía, se ofreciera a las ceremonias que le son propias. El fin de la nave de la iglesia no es (como el de una sala de espectáculo) contener asientos. Si allí se toleran los bancos es propter infirmos30. Por razón de nuestra debilidad, no para nuestra comodidad.

Para el pecado original, pues, el bautisterio, y fuera de la iglesia. Para el pecado actual, los confesionarios, madera de la cruz. Para nuestra debilidad, los bancos, que se toleran. Todo esto en cuanto Dios perdona.

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Ahora, para la iluminación, según somos seres racionales recibimos enseñanza por la palabra, y de ahí el púlpito; y según tenemos ojos para ver (a veces), la recibimos de las sagradas imágenes, y de ahí los cuadros, tallas, retablos, etc.

El púlpito casi siempre es dorado, dorado a fuego. Y esto está bien, porque ahí se predica la palabra de Dios. También suelen verse algunos púlpitos sin dorar, simplemente de madera, y eso también está bien. Porque la palabra de Dios es palabra de cruz, y aquel oro de la divinidad nos está dado por el madero, y sólo por él.

En cuanto a las imágenes, ¿qué puedo decir? Si son verdaderamente íconos, es decir, si aquella lección del coro de que hablamos, y aquella iluminación de los Padres, y aquella sabiduría del altar, y aquel anchísimo sentir de la Iglesia han encontrado manos y obediencia, las imágenes son un esplendor de doctrina, son, como los escritos de los místicos, la más alta iluminación teológica que sea posible dar a los sentidos.

No puedo ahora extenderme en esto, pero quiero indicaros así, al pasar, que una imagen como ésa, nuestra, (porque ella quiso ser nuestra y porque nosotros la hemos deslucido) que llamamos la Virgen de Luján, o una imagen como esa otra que hemos recibido de España, la Dolorosa, de manto negro y corazón de plata con espadas, contienen con una nitidez, con una perfección, con una fineza tal de detalles todo lo que es posible entender de María, que, quien pudiera explicar sus lágrimas delante de cualquiera de esas dos imágenes, habría dicho, nada más que declarando cada uno de los elementos que ellas presentan a los ojos, las cosas más altas que es posible sentir de la Virgen. En la de Luján, en la Inmaculada, está, palabra por palabra, todo lo que el Ave María contiene; en la otra, en la Dolorosa, está todo lo que el Ave María supone.

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Para la iluminación pues, según somos seres racionales, la palabra de Dios desde el púlpito; y según tenemos ojos para ver, las sagradas imágenes que significan y recuerdan, que, porque significan, recuerdan. Finalmente, en orden a la unión con Dios están las naves de la iglesia y los altares menores, pues, como Jerusalem, que representa a toda la Iglesia y cada alma, esta unión con Dios, que sólo será perfecta en la patria, se nos da aquí, en la tierra, de dos modos. A todo el pueblo, por ciertas ceremonias, y, a cada alma, por la oración privada.

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Lugares de unión con Dios conforme a la oración privada son los altares menores, los altares de las capillas, donde tan dulce es invocar a los santos, donde tan maravillosa hace Dios su misericordia por manos de sus siervos. ¡Pobres altares de las capillas! ¡Tan pobres, ciertamente, tan sin nada, tan semejantes a nuestra alma!… Allí oramos nuestra oración de indigencia. A ellos nos acercamos, cansados, ante esos santos que Dios ha hecho poderosos y ha puesto delante de nosotros porque fueron hombres, como nosotros, y allí nos unimos a Dios en cuanto es posible en nosotros esa unión, es decir, callando y esperando, y tomando de los santos aliento, y arrimando una vez más el hombro a la cruz de cada día.

Y, ciertamente que, de todos estos altares, el del sagrario es el lugar santísimo.

En el río de la Plata, de España hemos heredado la capilla del Sagrario con lámpara de plata y una grande imagen, de vestir, de la Dolorosa. Lleva el vestido de terciopelo que sabemos, morado o borra de vino, y el gran manto negro de reina. La corona de plata; el corazón también de plata, con el puñal o siete espadas. Lágrimas en los ojos, un pañuelo en las manos, una con otra apretadas , y, en el manto y en el vestido, espigas y racimos de oro, bordados.

Esa grande imagen de María vela por el pueblo junto con la mariposa de aceite, y a ese altar nos acercamos sabiendo que está allí realmente presente el Señor, acaso con un deseo de estar también allí nosotros realmente presentes al Señor. Y en este deseo, guiados por aquella lámpara de plata (que no representa otra cosa sino el sentido corriente de las Escrituras, la moneda, de plata, de la conmutación de Cristo), a la luz de este vaso, frágil, ciertamente, de vidrio, pero que tanto alumbra porque lleva luz encendida sobre agua y aceite, ¡cuántas veces hemos empezado a abrir los ojos mirándonos, como sin darnos cuenta, en aquella imagen de María!

Queremos oración, y andamos dispersos. Quisiéramos estar allí presentes al Señor, con todo nuestro ser, pero no estamos vestidos como María, de la Pasión de Cristo. Sin profundidad ni raíz para nada; sin lágrimas y rehuyendo de tantos modos el cáliz ¿Qué haríamos nosotros con ese pañuelo de la Virgen que es un purificador? ¿Y cómo se dará en nuestra alma con alguna inteligencia de Dios, en oro, el trigo y la vid que sólo pueden ser llevados sobre la sangre del lagar y sobre la tiniebla de la noche oscura? La verdad es que tenemos horror a esa espada que traspasa el alma, para que sean revelados los pensamientos de nuestro corazón. Pero confesamos que María es María, es decir, espejo de justicia, imagen de nuestra alma, imagen de lo que debiera ser allí nuestra alma, testimonio verídico de las grandes cosas que Dios ha hecho en nuestra alma.

¡Dichosa imagen! La Iglesia la ha puesto ahí como el llamado más alto que es posible hacer al cristiano. España la dejó ahí como la teología más alta con que es posible iluminar a un pueblo. Ella está ahí – abismo de la presencia real del alma que contempla, ante el abismo de la presencia real de Aquél que está ahí, y nos ama.

*

La oración privada nos da unión con Dios. Cuando esa oración es alta, sostiene a toda la Iglesia, pero la Iglesia que peregrina, la Iglesia como reunión, como plebe, como porción de Dios en la tierra, tiene ceremonias que expresan aquella unión de todos con Dios que será dada, a todos, en la Patria,

Y ved ahí. Así como del bautismo nacemos para incorporarnos al cuerpo de Cristo y ser miembros de miembros; así como del confesionario salimos como criaturas vivientes para ir, por los misterios, al Padre que vive; así como del púlpito somos instruidos de lo que se hace, y hacemos, y es hecho en nosotros; así como por las sagradas imágenes recibimos luz, los más rudos, conforme a nuestra pobreza de sólo tener ojos, así también de la oración privada, de la unión con Dios, cada alma sale con la suma de todo lo anterior, con limpieza, y luz, y vida, y abundante vida, para incorporarse al Coro, para acercarse al altar y para entrar en una de las ceremonias más santas y más hondas que tiene la Iglesia: las procesiones.

¿Qué son las procesiones? Salidas en pos del Padre. Dijimos antes, nuestra Iglesia peregrina; roto el velo del Templo, nuestra Iglesia abandonó la Jerusalem de los judíos y, no conociendo en la tierra ciudad alguna que sea duradera, va en pos de la ciudad por venir, de la Jerusalem que baja del cielo, de la presencia de Dios. Ese ir en pos de la Patria, ese salir del pueblo detrás de la Cruz –de la Cruz alta- y en el orden sagrado de la jerarquía, es una de las ceremonias propias de la Nueva Ley. Para eso son las naves de la Iglesia. Para desprendernos de la tierra y de la ciudad perecedera. Para salir por ella, detrás de la Cruz, conforme a lo que canta el diácono: In pace, in Nomine Christi. Las procesiones del sábado de gloria, las procesiones de las rogativas, las procesiones estacionales, todo eso manifiesta que no estamos engendrados para servidumbre. Todo eso mantiene la confesión en el tiempo, aún en la oscuridad del tiempo, proclamando con el Apóstol, que la Jerusalem de arriba es libre y que ésa es nuestra Madre.

¡Ah, Señores! Desde que la sabiduría puso colgados los cimientos de la tierra, todo nos lleva a lo alto y todo lo que hacemos tiene que ser llevado a lo alto. En la Misa, para que sean llenos de toda bendición y gracia los que van a participar del altar de la tierra, pedimos que nuestros dones sean llevados al altar sublime, al del cielo; en el Coro pedimos que se nos llene la boca de alabanza para poder decir Alleluia y, en el pueblo desde el niño que empieza a balbucear el Padre nuestro hasta el mendigo a quien acaso hacemos echar de nuestra puerta, todos dicen: -Padre, santificado sea el tu Nombre, venga a nosotros el tu Reino, hágase tu voluntad: ASI EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO.

¡Así en la tierra como en el cielo! Esta es la ley de la creación, ésta es la ley de la oración; ésta es la ley de nuestro ser participado, ésta es la ley de nuestro ser unido a Dios. Participamos del cielo en lo que somos y tenemos que imitar al cielo en lo que hacemos. Y si para consagrar una iglesia se necesita una mezcla de vino y de agua, de sal y de ceniza, ¿pensáis que para levantarla se lo podrá hacer impunemente sin sentido de las cosas de Dios recibido con lágrimas y sin el don de la sabiduría gustado en pobreza? De ahí, pues que, no por los estilos, que para cada tiempo fueron cosas vivas, pero ahora son muertas y como leyes de creación no existen, sino por obediencia a la fe, es decir, por un conocimiento viviente del misterio de Cristo y una integración de todo nuestro ser en él moviéndonos en la comunidad y sabiendo de veras qué es “iglesia”, levantaremos la casa para Dios.

1 Publicada en El Testimonio Ediciones San Rafael, Buenos Aires 1945, páginas 81-115. Por ser una conferencia, el texto no contiene citas bíblicas ni referencias. Las que acompañan este texto son todas del editor.

2 Mateo 21, 13

3 La palabra Jerarquía es un término lleno de significación teológica católica. La obra del Pseudo- Dionisio Aeropagita consta de dos partes: La Jerarquía celeste y la Jerarquía eclesiástica y describe, en dos partes, una sola cadena de comunicación desde lo más profundo de Dios en el Cielo hasta lo más humilde de la Iglesia en la tierra que ha sobrevenido con la Encarnación del Verbo.

4 Hebreos 12, 22-23

5 San Isidoro de Sevilla, De ecclesiasticis Officiis, Lib I, Cap. 2

6 En El Testimonio se lee por error evidente, respectivamente altaria y altares, en lugar de atria y atrios,

7 1 Reyes 5, 16-19

8 2 Crónicas 1, 5

9 Alusión al himno eucarístico latino: Tantum ergo Sacraméntum, Venerémur cérnui: Et antíquum documentum Novo cedat rítui = Veneremos, pues, inclinados a tan grande Sacramento; y la antigua figura ceda el puesto al nuevo rito;

10 Apocalipsis 5, 8; 8, 4

11 Alusión a Hebreos 13, 14; ver Efesios 2, 20; 1ª Pedro 2, 5

12 Apocalipsis 21, 2

13 Gálatas 4, 26

14 Juan 4, 22

15 Habacuc 3, 3

16 Lucas 13, 29

17 Zacarías 3, 8-9

18 Apocalipsis 5, 6, Isaías 11, 2

19 Gálatas 2, 20

20 El candelero de los siete brazos, en el templo antiguo, era el árbol de luz con siete ramas. En el altar cristiano, el crucifijo es la rama central y las tres velas a ambos lados completan las siete ramas del árbol de la luz (menoráh) cristiano (nota del editor)

21 Todo está cumplido, la misa ha terminado. Todo está cumplido (Juan 19, 30). La misa ha terminado, frase de despedida del sacerdote en el rito de la misa.

22 Con alabanza

23 Eclesiástico 33, 7-9

24 Éxodo 34, 23

25 Juan 11, 9

26 Jeremías 25, 34 Ululad pastores y clamad.

27 Salmo 50, 8 en la versión latina Vulgata: “Ecce enim veritatem dilexisti; incerta et occulta sapientiae tuae manifestasti mihi” = Por que he aquí que amaste la verdad, y me manifestaste las cosas inciertas y desconocidas de tu sabiduría.

28 De prisa

29 Altares y capillas laterales

30 En atención a los débiles