2.1 Infancia y juventud en Uruguay (1894-1913)
José Luis Antuña Gadea es conocido por todos como Dimas, hasta tal punto que tanto en la vida cotidiana como en las letras, el sobrenombre que se dio a sí mismo borró la memoria del José Luis de los documentos.
Tanto por los Antuña como por los Gadea, José Luis (Dimas) se vincula a dos troncos genealógicos de viejo cuño patrio y católico.
Nació en Dolores, Departamento de Soriano, Uruguay, el 27 de agosto de 1894 . Fueron sus padres: Don José Luis Antuña Barbot y Doña María Gadea Casas. El abuelo de Dimas, fue Don José Luis Antuña González, y se contó entre los fundadores de las Conferencias Vicentinas y del Club Católico, siendo el donante de la Imagen de la Dolorosa que se venera aún en la Capilla del Sacramento de la Catedral Metropolitana de Montevideo.
Recibió su primera enseñanza en la Escuela Pública de Dolores. Su madre era muy piadosa. Su madrina de bautismo Ventura Gadea lo preparó para su primera confesión y comunión que tomó a los siete años de edad, el ocho de diciembre de 1902.
A los trece años fue enviado como pupilo al Colegio de los Hermanos de la Sagrada Familia, en Montevideo, donde ingresó a los trece años en 1907 y donde permaneció como pupilo hasta los dieciocho. Cursó allí la escuela de Comercio que culminó en 1911, con las más altas calificaciones y como el mejor alumno de su promoción .
La inseguridad familiar creada por el mal estado de salud de su padre, aconsejó orientarlo hacia una capacitación profesional rápida que le abriera pronto acceso a un empleo. El tiempo desmintió –su padre gozó de extraordinaria longevidad- aquella opción familiar que le cerraba a este joven brillante las puertas de la Universidad y de una profesión más acorde con sus cualidades intelectuales y quizás también con su vocación íntima de estudioso. Poco después –1913- entraba empleado en el Banco de la Provincia de Buenos Aires.
Es interesante transcribir una página de Israel contra el Angel en la que Antuña pinta el retrato espiritual de la infancia y juventud de su generación. Bajo el título Herencia (Págs. 13-15) traza estos rasgos que reflejan parcialmente algo de su propia experiencia:
“La madre cristiana; el padre liberal. Mamá nos juntó las manos para el padrenuestro y el bendito; a papá nunca lo vimos en oración, pero nos hablaba de la patria y del progreso. Nuestra madre nos presentó al señor cura, para que fuésemos buenos cristianos y le ayudáramos a misa. Nuestro padre al maestro laico, diciéndole: Aquí tiene Ud. un ciudadano.
“El cura nos hablaba de la providencia del Padre que está en los cielos y de la fe que traslada las montañas. Y el maestro decía: -La naturaleza lo explica todo con sus leyes inmutables, fatales y constantes. Y para las fiestas patrias agregaba: Es preciso obedecer al Estado: obedecer a sus leyes, aun cuando sean injustas.
“Llegaron los quince años: el cura nos pasó del catecismo a la Congregación; el maestro nos transfirió de la clase al bachillerato. Nuestro pensamiento comenzaba a organizarse: tuvimos un cierto sentido de la ciencia, de sus métodos, de sus leyes… Dóciles, asombrados, felices y orgullosos, recibimos y repetimos –creyendo que era ciencia- el residuo materialista del positivismo.
“La Congregación, entretanto, no nos daba ideas. Todo eran reuniones piadosas, devociones, limosnas, vaguedades de beneficencia
social, y arranques apologéticos tan falsos como los cientificistas de la enseñanza secundaria.
“Madre, cura, congregación: padre, escuela, universidad. A los veinte años teníamos la cabeza poblada de dos engendros que se daban de puñetazos tan pronto un secreto instinto del alma, una intuición vaga, una esperanza, dejaba de mantener entre ambos un tabique. Tabique de separación y salvación.
“El dualismo era completo: aquí la certeza científica, allí las afirmaciones piadosas y sentimentales. La concepción del mundo era la de un engranaje perfectamente montado que, a su hora, nos iba a triturar con la más tranquila indiferencia. Mientras no llegaba esa hora, y una vez satisfechas las necesidades inferiores de comida y confort, podíamos enternecernos con alguna endecha pesimista, y hacer líricos llamados a la piedad.
“Por ese tiempo empezábamos a leer: Taine nos dio la fórmula inexorable del axioma eterno: Renan, la manera de guardar, sin los dogmas, un sentimiento religioso exquisito”.
El hogar intelectual católico que Dimas encontró, primero en el Colegio de la Sagrada Familia y en el elenco de Hermanos que lo gestionaba, entre los que se contaba el legendario Hermano Damasceno, en el presbítero capellán del Colegio NN, y más tarde, en la Argentina, en los grupos de jóvenes universitarios y profesionales católicos, lo salvó de esta esquizofrenia a la que tantos sucumbían en su patria terrena: el Uruguay laicista y dejó en él una impronta para toda su vida.