A TODOS LOS JÓVENES[1]

QUE NO HAN CUMPLIDO AÚN LOS TREINTA AÑOS

Y SIENTEN LA INQUIETUD RELIGIOSA;

Y EN ESPECIAL:

A TODOS LOS JÓVENES CATÓLICOS

QUE VIVEN LA FE

Y CONOCEN EL VALOR INTELECTUAL DEL CREDO;

Y ENTRE ÉSTOS:

A LOS SEIS AMIGOS ENSAYISTAS

DEL GRUPO DE “TRIBUNA UNIVERSITARIA”…

(NON PACEM, SED GLADIUM)

DEDICA ESTE LIBRO DE JUVENTUD.

 

                                    R O D Ó

Todo se trata por parábolas.

(Epígrafe de “Proteo”.)

Llega la hora en que no hablaré más en parábolas

( Jn. XXVI. 25.)

José Enrique Rodó: Ya duerme en el Panteón Nacional del Uruguay. El pueblo de Montevideo veló su cadáver a la luz de las estrellas, y no hizo su entierro, sino más bien su apoteosis pagana.

Ha entrado, pues, en la inmortalidad temporal que los hombres del rebaño oscuro concedemos gustosos a ciertos elegidos. La gloria lo inmuniza. Ya su vida y su obra no aparecen, ni pueden aparecer, como hace algunos años, cuando vivía. El para siempre Rodó de mármol no puede suscitar odios irracionales. Su obra, suficientemente consagrada, no puede ser objeto en adelante, ni de agresiones injustas, ni de alabanzas jaculatorias. Es la obra de un clásico: ofrece su contenido: no admite sino el ser estudiada. Y muchos, dentro y fuera de su país, lo están haciendo con acierto. Eso da relieve al insigne americanista; permite gustar plenamente del

crítico literario tan notable; hace que beneficiemos todos del hablista sin par.

Gonzalo Zaldumbide le consagra, desde París, un libro que, a mi juicio, es definitivo. Lo señalo al lector que se interese por la obra de Rodó, si quiere conocerla en sus distintos aspectos. Porque yo voy a examinar aquí únicamente el fondo de ideas y doctrinas. No tengo presente ni al crítico, ni al hombre de América, ni al estilista. Me instalo, no en lo mejor, pero sí en el centro mismo de la obra, para considerar a José Enrique Rodó, el maestro.

EL PENSADOR

Su pensamiento es el pensamiento positivo. Adhirió a la filosofía en auge durante su juventud. Bebió en las fuentes más altas, y, quien las conozca, puede anotar al margen las procedencias. Por allí, de Spencer, su manía de conciliaciones, su horror por las discordias y los contrastes. Por allí, de Comte, su respeto por el tradicionalismo, su dogma de los tres estados del espíritu humano. Por allí, de Taine, la manera de la crítica, y el desenvolvimiento de las metáforas, con tan rigurosa precisión, hasta en el último detalle. Por allí, de Renan, la unción religiosa y los conatos de diletantismo. Por allí, finalmente, de Bourget, cien observaciones dispersas en todos sus libros.

Sin decir que sean éstos un centón de los mencionados filósofos. Ellos le dieron solamente las ideas directivas y el

método con que buscó la verdad. Formaron su familia de

elección. Permiten, en consecuencia, que los situemos en su compañía, entre los más puros y delicados de esa corriente de pensamiento, que es, en su fondo, materialista pura.

-¿Materialista Rodó?

Sin duda alguna, pero no con bárbara pesadez. Tiene del materialismo las afirmaciones: partiendo de ellas adelanta seguro en su discurso, y concluye. Pero no tiene las negaciones: al llegar a este límite, ya no concluye, se ensaya. Usa infinitas reticencias y cautelosas reservas. Concede, no concede, distingue, sutiliza, y se expide con atenuaciones interrogativas.

“El positivismo, que es la base de nuestra formación intelectual –dice- no es ya la cúpula que lo remata y corona”. Naturalmente que esta cúpula es una metáfora. Y no fue construida nunca en la obra de Rodó, porque no podía construirse. Lo impedía la base misma de la formación intelectual.

Porque si ésta afirma que no conocemos sino series de fenómenos, mal podemos coronarnos conociendo las cosas en su estado abstracto, libres de las relaciones que mantienen su contingencia. Y si nuestra base es buscar únicamente las leyes, nuestra cúpula no puede encontrar las causas. La certeza racional queda, en Rodó, circunscripta al dominio del positivismo.

Ahora, para remate y corona, se alza- como voluta de humo, o nube blanca y brillante- una idealidad vaga, indefinida… y hermosa. Allí están como en estado gaseoso ,evaporadas, las

afirmaciones esenciales del espiritualismo: Dios, el alma, el libre albedrío. Un sentimiento, que la formación intelectual, ni sanciona, ni legitima, las mantiene y utiliza para los fines del ministerio…

EL   CONDUCTOR

Fue un moralista: el más penetrado, el más poseído de la gravedad de su misión. Rodó quiso tener cura de almas, dar impulsos a la conducta. Para eso escribió “Ariel” en gran parte, y, sobre todo “Motivos de Proteo”.

¿Qué podemos pensar de sus doctrinas? Desde luego, que no son suyas. Ya García Calderón lo confesaba diciendo:

“A veces no importa que Próspero, para consolarnos, vulgarice los consejos de higiene sentimental que aprendimos en los manuales anglicanos de Smiles”.

Y Gonzalo Zaldumbide resume así el contenido de su obra, con grandísimo acierto:

“Enseña, en suma, que la virtud, no la felicidad, es el mayor bien. Ésta ni la busca ni la desea, ni a decir verdad, le preocupa. Apenas si en la vida se acordó de ella. Aquí (en Proteo) ni la nombra siquiera.

Para él la vida tiene un fin en sí misma, o se lo asigna, no como límite, pero sí como deber. Éste fin es el incesante perfeccionamiento, la educación indefinida de la voluntad.

Plantea sin cesar el problema de la vocación: nunca el drama del destino. Bajo la incertidumbre ante el camino por emprender, no ve la perplejidad más trascendental de la existencia sin razón ni fin.

Aparta el enigma del mundo, y se limita a ver claro en sus apariencias, tomándolas como última realidad. Le bastan como a un griego, la acción y la palabra para ennoblecer la vida”.

Hay en todo una vulgaridad desconsoladora.

Mas Rodó interesa vivamente a causa del lenguaje maravilloso y de su acento inalterable y sereno. Jamás el castellano había tenido ese color, ese resalte, esa armonía, esa densidad que le dio él. “El más grande prosista, el supremo hablista de lengua castellana, en el día de hoy, en ambos mundos”, le llama González Blanco, su crítico español.

Pero tantas magnificencias verbales no conducen más que unas pocas ideas que dan mil vueltas. Pasan a través de la historia y el arte, envolviendo estatuas, cuadros, hombres ilustres, y concluyen los arabescos elegantes del lento razonar con alguna parábola primorosa, bien exprimida muy luego en todo su jugo de significación.

La idea dominante en “Proteo” es que las almas se vuelvan sobre sí mismas, para descubrir sus “reservas”: sus posibles determinaciones. Quiere que hagamos silencio para escuchar las voces primordiales, mientras nos dice: Creed en vuestra fuerza íntima, tened confianza en vosotros mismos, apercibíos para la acción, tened un ideal.

Pero ni define el ideal, ni dice el modo de actualizar la fuerza íntima, ni señala, – falto de solución para el destino- la ruta por donde debe moverse la acción. De ahí que su obra de

predicador laico no lleve malas sugestiones en suma, pero sea, al mismo tiempo, muy hermosa y muy poco útil.

 

LA OBRA

La chiquillería atolondrada que estudia bachillerato, (y tiene a Rodó en gran predicamento) recibe de él algunas palabras de cordura. Les hace viables, en el ambiente universitario, cuatro o cinco verdades humanas o cristianas, enderezadas a la reforma interior. Lo jóvenes educados sin fe pueden encontrar así, en lo más alto de esta filosofía moral, el examen de conciencia y el propósito de enmienda, con que, los católicos, empezamos a hacer uso de la razón. Y eso, es un bien.

Pero si pensamos en los hombres modernos, no adolescentes, sino ya hechos, y más o menos vencidos por la vida, hemos de convenir que la obra es de dudosa eficacia. Los de espíritu enfermo podrán respetar al maestro sereno y luminoso, pero, ¡qué distante lo hallarán! ¡Qué extraño a ellos, qué incapaz de hablarles en voz baja, con palabras de confidencia, con palabras íntimas!…

Y si llegan a él los hombres fuertes y sanos, buscando caminos de acción fecunda, enseguida los detiene el idealista ponderado: el conciliador sistemático que muestra, eternamente, la bondad de todos los caminos seguros y

conocidos, pero que, inmóvil en la encrucijada, ni elige ni excluye. Y no elige porque no quiere excluir.

En fin, los que ansían la verdad, sabrán que ella es incierta, relativa, provisoria, cambiante, y debe ser revelada por “boca del Tiempo”. Es una verdad cierta e incierta: cierta por ser verdad, incierta por ser cambiante.

Respecto a nosotros…

Nada importante puede aprender un católico (hablo siempre de doctrinas) oyendo a este hombre lleno de palabras suaves. Su libro está al margen de la vida

profunda. Su vacilación ideal nos choca, su calma nos impacienta, su serenidad nos abruma.

Tiene un anticatolicismo latente, radical, que no escapa a los que oyen la despedida de Cristo, después de la cena, y están arraigados en ella, y viven de su savia.

Esos sienten una mezcla de lástima y repugnancia, que se acentúa, sobre todo, ante la musical despedida de Gorgias. Porque allí el contraste es extremo. Cristo, al irse vivifica, renueva, enciende, hace arder el alma en llamas vivas. Gorgias acaricia… pero solamente al oído: lo excita, lo halaga con esa armonía producida físicamente por el sonido de las palabras melodiosas, que giran con ritmo blando.

No, la urgencia más imprescindible de las almas no está, ni vislumbrada, en la obra de este calmoso razonador. En vano nos asombra la regia opulencia del estilo. En vano trenza su discurso en períodos compactos y lo levanta a una cierta

elocuencia. Su relativismo imposibilita todo arranque fuerte y trascendental. Y los sutiles primores con que teje los datos de la observación íntima, no logran llenar el vacío asfixiante que resulta de la ausencia de Dios vivo.

EL CORO

Claro está que no todos sienten esto en las doctrinas de Rodó, porque es claro asimismo que todos no viven de la fe.

Pero es grato hacer ver cómo la simple inteligencia del crítico coincide con la del cristiano, al notar que “falta ahí no sé qué, que se espera y el fin no viene”. Así, Zaldumbide lo dice a su modo, con firmeza y precisión:

 

“Pero si le hemos de llamar maestro por las doctrinas y las ideas, habremos de confesar que son pocas las que, sin él, no habríamos adquirido. Fue viviente armonía de ideas, de esperanzas y de creencias, más o menos dispersas o casuales en otros espíritus. Mas no las creó ni las inventó. Las coordinó sin aplicación dialéctica, por obra de su bella naturaleza, congruente y abundante, generosa y clarificadora de contradicciones.

Vivificó partes muertas o lánguidas, pero todas de credo común más humano. Despertó voluntades dormidas, pero sin herirlas a una luz insólita.

En la paz y esperanza del bien, señaló de lo alto, sagaz, magnánimo, direcciones espirituales algo olvidadas , pero conocidas.

Su impulsión hacia el ideal obró separadamente, en el seguro de cada uno: generó un movimiento de las almas, volviéndolas sobre sí mismas. Pero no de ideales capaces de informar distintivamente el espíritu de toda una época”.

“Es el destino de los grandes artistas- constata en otro lugar- inventar un poncif de que se nutren luego dos o tres generaciones”. La nuestra se ha nutrido.

¿Hará lo mismo la generación próxima? Notemos que el positivismo del siglo XIX es una base poco sólida. Está disgregándose hace rato. Ya para los nuevos resulta arena movediza. Notemos que en el idealismo arielizante nadie puede organizarse, porque excluye la acción fecunda.

Estudiantes inexpertos, sin embargo, y políticos inocentes de toda filosofía, se han alborozado con llamamientos al ideal, en nombre de Rodó. Han desatado los entusiasmos románticos. ¿Cómo han podido hacerlo? No me lo explico. Ponderación, mesura, equilibrio, tolerancia intelectual y sentimental: a eso, tan poco dinámico, se reduce el idealismo de Rodó.

También a su obra que es clarísima, y está discursivamente razonada, la han llamado “océano”[2], “alfa y omega de la filosofía y de la estética”[3], y otras semejantes enormidades. ¡Han padecido los vértigos del abismo caminando por tan suaves declives!

Entretanto, unos pocos estudian a Rodó, lo estudian con método. Y esos admiran al crítico literario, se sienten

estimulados por el americanista, ponen sobre su cabeza al incomparable orfebre del idioma… Y sonríen cuando las letanías vocingleras alaban al maestro.

EL MAESTRO

¿Maestro? Recordemos, para edificación de sus discípulos, su interesantísima aventura. Dijo: Reformarse es vivir. Pero él permaneció inalterable, en ideas, en arte, en actitudes. Siempre el mismo desde “El que vendrá” hasta “El camino de Paros”.

Dijo: Hay una profesión universal que es la de ser hombre. Aspirar a desarrollar en lo posible, no un solo aspecto, sino la plenitud de vuestro ser. Pero en su vida “ni Afrodita ni Friné (dice Montero Bustamante) turbaron la serenidad de su corazón, altivo y duro como el bronce para el amor; porque él sólo supo admirar a la mujer a través de la soberana y casta desnudez de la Venus de Milo”… que no tiene un átomo de carne. De modo que siendo profesor de universalidad, hizo subir el sexo al cerebro y se intelectualizó estoicamente.

Su ademán era el de señalar rutas a los pueblos. Pero cuando él hubo de marchar en la vida política, la ruta resultó callejón sin salida. Su actuación fue por demás incolora y blanda. Diputado a dos legislaturas, no deja su nombre vinculado a ninguna ley, a ningún consejo, a ninguna decisión

neta. Fue moderado, discreto y estéril. El mago que había echado a volar el espíritu de “Ariel” en tierras de América,

quedó preso en la lógica conciliadora de su creación renaniana y aeriforme.

Tuvo magníficos llamamientos a la acción. Pero ellos, no lo arrancaron de su actitud de contemplativo. Y no de contemplativo místico (especie que puede realizar la forma de actividad más activa) sino de contemplativo de ensueño, de idealista ensimismado, con el oído puesto a las engañosas campanas de la ciudad de Is.

Dijo: Reformarse es vivir: viajar es reformarse. (Ergo: ¿Viajar es vivir?) Pero no viajó nunca a tiempo de reformarse, sino tarde, casi a la fuerza, cuando su talento en plena madurez no podía esperar fundamentales cambios.

Habló en contra de la autoridad y la tradición, exaltando el órgano de la experiencia: tentáculo gigante que ha de tremolar en la cabeza de la sabiduría. Pero el divorcio entre su vida y sus doctrinas, muestran que no extrajo a éstas del mundo real, con el tentáculo de la experiencia sino de otros libros, por adhesión a la autoridad.

Habló también en contra de la autoridad religiosa y la férula (?) del dogma. Pero al mismo tiempo predicaba a Renán, y le llamaba “el maestro”, con ternura siempre sincera, a ratos boba. Vivió sujeto a Renán como a un criterio de certeza y no temía decir: A su autoridad me habéis oído referirme.(!!!)

Proclamó el libre pensamiento, no con el tono y las maneras, pero sí con la ininteligencia del corriente sectario, anexándole anticlericalismo y desagravios a Ferrer. Pero como su oficio fue pensar, no hizo otra cosa, durante treinta años, que determinar el pensamiento libre.

Nunca una vida contradijo más sabiamente una doctrina. Nunca un hombre hizo menos lo que quiso hacer: acaso, lo que creyó hacer. Con todo fue de los grandes- algunos dicen el mayor- entre los pensadores de América. Cosa que nadie disputa ni deja de confesar.

Ahí están sus obras: no ocupan más de treinta centímetros en el anaquel de una biblioteca. Pero mantienen la fama de su nombre en una extensión inmensa, en todo el continente. “Su nombre es ya dueño del espacio”- dijo Zorrilla de San Martín. “Todo hace creer firmemente que lo será también del tiempo”, agregó.

Si esto hubiera de resultar por obra de su magisterio, no sería muy firme que digamos, esta creencia generosa. La historia de nuestra cultura dirá que en 1910- después de Bergson y de Blondel: De Mercier y de Sertillanges- salió a luz la más alta producción del primer escritor de Sud América. Y dirá también que ella consiste en una cristalización ordenada y hermosa de las doctrinas que imperaron un medio siglo antes.

EL HOMBRE

Conviene decir ahora, desde otro punto de vista, que en Rodó tenemos un alto ejemplo de probidad intelectual.

Yo confieso mi simpatía por el solitario burgués meditabundo que he visto pasar, algunas veces,   por las desiertas calles de la ciudad vieja de Montevideo. Y hasta siento que se mezcla también algo de asombro en esa cordial simpatía; porque me digo que el maestro del cambio y devenir perpetuo pasó su vida célibe en castos dragoneos con ideales estáticos. Éstos determinaron su carácter:

hicieron de él un verdadero señor de bellas

letras, dignísimo en el trabajo, muy noble

y muy caballero.


[1] Dimas Antuña. Israel contra el Ángel, Dedicatoria

[2] Víctor Pérez Pefit.

[3] Antonio Buero.